Ampollas

Tiene que habernos mentido; o mejor, tiene que habernos ocultado cosas. Sus ampollas, por ejemplo. Esas ampollas de las que no habla en el Diario de Campaña estaban sin duda allí, flanqueando en islas de prisionera humedad los mismos dedos con los que el alborozado guerrillero le encontró palabras a la lírica de la épica, descubriendo, describiendo, caminos que los mejores prácticos de Cajobabo jamás anduvieron.

Once de abril. “Yo en el puente. A las 7½, oscuridad. Movimiento a bordo. Capitán conmovido. Bajan el bote. Llueve grueso al arrancar. Rumbamos mal.

Ideas diversas y revueltas en el bote. Más chubasco. El timón se pierde. Fijamos rumbo. Llevo el remo de proa”.

Ya se sabe; todos tripulamos alguna vez esa barca: César Salas remaba seguido mientras el general Borrero y Gómez, el Viejo inmenso, hacían lo que podían ayudando de popa bajo una luna de roja mirada que iluminaba la noche con mambisa reverencia.  Ángel y Marcos halaban el litoral hasta con la mirada, pero este cubano de tanta letra, este señor Martí, ¿dónde diablos habrá escondido las ampollas?

Vapores con cartas de Pepe

Leonor y Pepe sostuvieron una perenne preocupación mutua
En Cuba y fuera de ella, decir José Martí es aludir a la combustión del verbo. Tanto y tan bien escribió este hombre que aún hoy se le consulta para explicar los asuntos más delicados. Sin embargo algo desbordó la amplitud de su escritura: sus vivas palabras que, a pesar de convencer lo mismo a generales llenos de cicatrices que a pinos nuevos de la Revolución, fueron también rebasadas por la hondura de un pensamiento que todavía supera en toda la línea al de millones de hombres ilustres de este milenio.

Martí pensaba y hacía dos revoluciones a la vez: una por Cuba, esa novia cautiva que le enlutaba el traje y le acompañaba firme en su dedo —en el anillo hecho con los grilletes del presidio—, y otra de amor personal, preñada igualmente de cariños y dolores. Su dominio de la palabra, que le permitió desde tierra distante levantar en armas un pueblo entero, no pudo en cambio librarle de reproches e incomprensiones de algunos de sus seres más queridos.

El celador y su hijo

La ternura de Mariano, un tema pendiente para muchos




La esquela a su maestro Rafael María de Mendive aún estremece: “Trabajo ahora de seis de la mañana a 8 de la noche y gano 4 onzas y media que entrego a mi padre. Este me hace sufrir cada día más, y me ha llegado a lastimar tanto que confieso a Vd. con toda la franqueza ruda que Vd. me conoce que sólo la esperanza de verle, me ha impedido matarme. La carta de Vd. de ayer me ha salvado”.

Casi siglo y medio después de escrito, pocos pueden resistirse a la inclinación de releer ese párrafo porque, en efecto, es ruda la franqueza de Pepe Martí, demasiado ruda para un adolescente de 16 años que, pese a su temprana condición de preso político, había nacido con los dones de la ternura. El fragmento, repetido a ultranza por unos y a ojos vista ignorado por otros, se ha pretendido usar como raíz de un viejo mito martiano: la incompatibilidad con su padre. ¿Será que Mariano no le quería? ¿O tal vez viceversa?