Ladrón de huellas

¡He robado, Maestro…! En mi defensa he de decirte que había muchas, miles de ellas, quién sabe si había hasta millones. Tomé unas pocas, aquí y allá, de formas caprichosas y casi todas blancas, aunque está claro que no se les negaban los colores. Ninguna se rehusó a venir conmigo. Yo solo traje a casa diecisiete.

Fue una mañana del año 2008 en que no sé por dónde andabas. Estuve allá y me asombró tanta fortuna al descubierto, apenas custodiada por el mar, que es un sujeto muy dado a regalar y regalarse. ¿Tú viste alguna vez que el mar negara nada…? ¿Hallaste en tus andares celadora ola o brisa carcelera…? Por eso miré desde el remo de proa al horizonte y, como vi que nadie me veía, las fui echando en mi bolsillo de a poquitos, escogiendo riquezas como dicen que hacía Alí Babá en aquella cueva muy suya y harto ajena.

Es cierto: soy tan ladrón como él, y más que los 40; es cierto que les saco ventaja a sus cuantías. Su tesoro no emula con el mío. ¿Cómo podría? ¿Acaso existe alguno que esto pueda? Yo tomé con mis manos incluso aquel chubasco. Y en mi morral eché la luna roja con todo y la nube en que asomaba. Yo me llevé tu dicha por grande que esta fuera.

Juro que solo fueron diecisiete. Y que ahora mismo están junto a mi lecho. Desde ese día viven allí, haciendo una Playita a un lado de mi cuarto. Viven allí, disfrazando mi cama del bote en que venías.Y allí te ven llegar, patriota marinero que baja una isla entera entre sus dedos. Allí te escuchan y les dices lo que después me dicen y yo escucho.

Perdóname, Martí; ten clemencia, Maestro, si siendo alumno tuyo confieso que he robado, pero tuve que hacerlo: no tengo ni una duda de que esas diecisiete piedras que arranqué de la piel de una playa con estas manos de asirte, fueron pisadas por tu imparable suela la noche más diurna de todos los abriles.   

Almardiente

Después de quitarle esa vida casimente suya, plenamente nuestra, le despojaron de su sortija de hierro, de su revólver y su reloj, del cinto y las polainas, de zapatos y papeles.

Y Ximénez de Sandoval, muy masón y caballero, no fue menos saqueador: raptó cual una mulata carlosenriquezca la cinta azul que Clemencia, la hija de Gómez, había enviado al amigo de su padre, al soldado de su patria.

Ximénez de Sandoval secuestró de un plumazo el cortaplumas y encañonó en casa española la escarapela que antes había animado los días gloriosos de Céspedes.

Ximénez de Sandoval subastó en hispanos afectos objetos sagrados para los cubanos: regaló el reloj de martianas horas al ministro de Guerra y dio aquel revólver, nacido para disparar por Cuba, a Martínez Campos, el Capitán General encargado nada menos que de encarcelarla.

Todavía irrita, duele todavía pensar cómo ataron a rudo caballo el cadáver más venerable, cómo lo enterraron por primera vez, en tierra, casi que desnudo, con un soldado español encima quitando la paz a su despedida, o cómo lo pusieron más tarde en rústica caja de ocho tristes pesos con tiras de lata.

Hiere verlo irse de esta tierra isleña que pintó amorosamente de su rojo interior, que es el más intenso, rodeado de enemigos  amables y no de los amigos, firmes y hasta fieros, cuyo filo intenso fue él quien levantó.

Pero nada, nada taja con hielo más frío que pensar en cómo mataron por su misma espalda, por su esquina oscura, todo aquel dinero, aquellos 500 pesos oro americano que reunió cual versos en viejos bolsillos para Cuba nueva; aquellos billetes que él jamás tocaba, aunque llamara mucho el clarín de la mesa y clamara más la casa desecha.

Cuando uno recuerda que ese dinero nadamente suyo, todamente nuestro, se usó en Remanganaguas para comprar tabaco y aguardiente ebrio con que animar a una tropa de tan triste euforia... pues uno se bebe en un vaso su propia almardiente y busca al bisoño Ángel de la Guardia y le da una orden, un simple mandato:

―¡Sígame usted, joven...!     

Cuatro o cinco canas

No quiero hacer lo que el respetado barbero que en Cayo Hueso le ofreció un día quitarle aquellas cuatro o cinco canas primerizas que creía lástima dejar en tan buen pelo.

Martí, que también le declinó olorosa colonia, le dijo que no: además de no pesarle, aquellas hebras blancas jamás aumentarían porque el destino no les permitiría nuevas compañeras.

Yo voy a hacer lo contrario del fígaro que pelaba como cosa común la más preciada cabeza que (se) haya dado Cuba: voy a guiar con estos índices buscadores una tijera de filo diferente, que siembre y multiplique aquellos cuatro o cinco canales de sagrada luz.

Una tijera cuyo corte alargue, en vez de tajar, el hilo que otros esperan que ella corte. Y en lugar de Colonia, voy a ofrecerle a mi cliente aromas de Patria que él no querrá  soslayar.

En fin, quiero un José canoso. Quiero un Martí barbudo y también viejo. Uno que, siendo Pepe, provoque en todos el amoroso lugar común: ¡es el vivo retrato de Mariano!  Pero lo quiero así, vivo no solo en la metáfora. O al menos lo sueño más durable.


De maestro a Maestro

Pese a que le abundaban en el aula hombres curtidos, en aquellas jornadas parecía profesor del arcoiris: alumnos adultos de todos los colores (incluidos muchos negros de clarísima nobleza) le escuchaban en las noches de los jueves en el aulita de Nueva York adonde llegaba después de dar a otros sus clases de Gramática Española.

Lo bello insólito era que aquellas lecciones de libros y vida, de las más exquisitas a que pueda aspirar recibir cualquier ser humano interesado en crecer, eran absolutamente gratuitas: el hombre cuya palabra se empinaba encima de su frente no solo (se) enseñaba en cada velada: (se) regalaba también.

De ese modo fue que hizo en extremo afortunados a huérfanos de fortuna. Era lógico entonces que justo a la entrada de la Sociedad La Liga una placa remarcara una divisa: Razón.

Letra a gesto, en la Liga creció, de la semilla de un hombre, el fruto de un nombre: el Maestro.

Sácanos del error, Martí

Martí, Martí, mejor amigo mío:

Vísperas de una gran marcha, yo pienso en ti. Es que sin un cesar yo pienso en ti. Ya sé que probablemente en esta espera de 28 de enero prefieras reunirte con Fermín, o dar abrazo hermano al negro Juan Gualberto, o comenzar charla de íntimos con el cuate  Manuel. O acariciarle a Leonor sus ojos cansadísimos, cercados por las nubes. O venerar en cena cumpleañera la barba transparente que marca el Polo Sur en la cara serena de Mariano.

O muy probablemente optes por reconquistar de un versazo incontestable a Carmen, la bella rodeada de tormentas. O por armarte (antes de ataque) de enormes besos que llenen los pies ya no pequeños de esa extensión de ti que cierta vez llamaras Ismaelillo. O por invitar a tu mesa de frugales grandezas a algún compatriota de paso geográfico y peso patriótico y prepararle un chocolate con el aroma blanco y carmelita de esas manos tuyas que encienden las tribunas.

Pepe, el Pepe más cubano:

Ya sé que para este 28 pudieras regalarte una entrada al teatro y sentirte mejor con aplaudir a otros que recibiendo aplausos. O tal vez te decidas por ver la exposición de las pinturas más recientes: ¡esos impresionistas que tanto te calaron!. Sé que pudieras viajar, de Tampa al Cayo, trayecto tabaquero que incluye viceversas, o quién sabe si irías a ver al Viejo Gómez, el padre del buen Pancho que en meses te auxiliara.

No voy, mi mon ami a interrumpir tu “fiesta”. Pretendo solamente hacerte una pregunta: ¿cuándo nos sacarás de este error de creer que somos nosotros quienes llevamos las antorchas en tu día? ¿Cuándo echarás a un lado la modestia para decirnos que en todos estos años titulamos muy mal todos los homenajes? ¿Cuándo dirás, al fin, que la antorcha eres tú?

Respóndeme, Martí. Sé justo, como siempre.