Se busca una voz, viva o no muerta


Tal vez sí. O quizás no. ¿Quién sabe si sea cierto que su voz está apenas dormida en dos cilindros de cera, aguardando una fecha para sorprendernos con frase desconocida?

Es posible que él y Thomas Edison se hayan encontrado en el bullicio de Nueva York y decidieran que una expresión del genio del pensamiento debía registrarse en un aparato del genio de la inventiva para esperar un futuro que a ambos les era demasiado familiar.

Hay quien sugiere, para dejarnos más golosos de la esperanza, que la jornada haya sido aquella sublime y única del 24 de mayo de 1893 en Hardman Hall, donde Rubén Darío estuvo a su lado en discurso patriotico con talante de alumno emocionado que en un abrazo recibió este saludo:

¡Hijo!

Un fonógrafo: en esta época de máquinas inteligentes y otras no tanto, doy ahora mismo mi reino de ansias por un fonógrafo, uno que tiente con imanes de reverencia esos perdidos cilindros de histórica geometría, hechos con la cera precisa de la virtud. 
 

¿Inconclusa?

No se confía a cualquiera el bien mayor que se posee. Como todo testamento, la carta comenzó a gestarse mucho antes, aun cuando no tenía letras: inició un día de febrero de 1875 en que el joven Martí bajó del tren de Veracruz, en Ciudad México, y en la estación de Buenavista le esperaba su padre junto a un hombre, llamado Manuel, que compartía el luto marcado en el hombro de Mariano por la muerte de Ana, la hermana queridísima del recién llegado. Allí nació la confianza para escribir abrazos.

La carta inconclusa, escrita la noche del sábado 18 de mayo de 1895, no solo sintetiza un patrimonio político que todavía nos enriquece como nación; también resume 20 años de amistad ejemplar expresada en al menos 141 misivas enviadas por el cubano infinito a Manuel Mercado, un mexicano en cuya virtud personal halló Martí alma poco común y valiosa como la suya.

Mi tío Martí

Ibrahim Yero, el segundo esposo de mi tía Angelita, era un pescador muy pobre, un hombre sin oro en las pupilas que, como yo, se ocupaba de borrar con escoba de silencios las ligerísimas huellas que por tropiezo o error marcaba a su paso por el mundo.
 

Sin embargo algo de aquel ser irreparado llamó siempre mi atención: su gran parecido físico con José Martí, distante apenas en el color de su piel, ese lienzo de ampollas, callos y cicatrices quemado a fuego lento por un sol quizás prohispano que en las vastas canteras del mar lo encadenó de por vida para cobrarle sus modestas rebeldías.
 

Sin decir palabra (tal vez sin conocer mucho del inmenso doble que le había antecedido), sin llegar a héroe, sin pretender dar lecciones, Ibrahim Yero fue el primero en sacarme de mi error: Martí no era un ángel guerrero sino un ser de carne y hueso, casi tanto como él, que entre luna y luna navegaba contra el mal para mostrarnos la ruta de la Estrella.

Hay baile...

El invierno enfría la noche y el teatro Eden Musée en Nueva York está repleto. No hay butacas vacías desde que el primero de octubre de ese año de 1890 debutara allí aquel remolino hispano recibido con carruajes y atenciones de realeza. Frente a ella pareciera que los hombres olvidaran pestañear y que entre las mujeres, fueran artistas o no, le florecieran rivales.  

Un espectador, lleno de ganas de ver la presentación, está allí sin embargo por pura providencia: los empresarios a cargo de las funciones colocaban en cada velada una bandera gualda y roja, pero esa vez, por alguna razón desconocida, la arriaron, de manera que el hombre de saco y bigote negros que jamás aceptaba la cobija de aquel estandarte se animó a entrar. Así consiguió, al fin, que sus ojos taciturnos danzaran con la alegre bailarina. ¿Qué miraban sus pupilas, qué veía su alma trémula y sola?