Mi tío Martí

Ibrahim Yero, el segundo esposo de mi tía Angelita, era un pescador muy pobre, un hombre sin oro en las pupilas que, como yo, se ocupaba de borrar con escoba de silencios las ligerísimas huellas que por tropiezo o error marcaba a su paso por el mundo.
 

Sin embargo algo de aquel ser irreparado llamó siempre mi atención: su gran parecido físico con José Martí, distante apenas en el color de su piel, ese lienzo de ampollas, callos y cicatrices quemado a fuego lento por un sol quizás prohispano que en las vastas canteras del mar lo encadenó de por vida para cobrarle sus modestas rebeldías.
 

Sin decir palabra (tal vez sin conocer mucho del inmenso doble que le había antecedido), sin llegar a héroe, sin pretender dar lecciones, Ibrahim Yero fue el primero en sacarme de mi error: Martí no era un ángel guerrero sino un ser de carne y hueso, casi tanto como él, que entre luna y luna navegaba contra el mal para mostrarnos la ruta de la Estrella.