Dicen que, ya septuagenario,
cuando incluso una pierna había abandonado su camino, Jaime solía sentarse en
un taburete a contarles a los nietos la intensa anécdota de su vida, aquella de
sus 14 años, cuando de manera inocente tuvo
contacto con el hecho luctuoso más grande de la Historia de Cuba: la
muerte de José Martí.
El año 1895 andaba por mayo
y el muchacho vivía en el mismo caserío oriental de Remanganaguas donde había
nacido. En medio de una desolación sin horizonte ayudaba a uno de sus tíos a
vender comida y bebidas en un puestecito irónicamente llamado La Dichosa.
Aquellos fueron los días
menos dichosos del mundo, pero seguramente le llevó tiempo comprenderlo. El
lunes 20 la llovizna trajo una gran caballería hispana y él corrió a verla,
junto a una bandada de vejigos de su tamaño, sin sospechar que la tarde
anterior, poco después de la una, esos mismos hombres que llegaban le habían
cortado un pedazo a la esperanza.