Fidel y Martí: las doctrinas de Maestros

No es casual que desde que la noticia de su muerte puso un triste titular en nuestras almas, en varios países latinoamericanos la gente común acude a homenajearlo frente a estatuas de Martí. Los pueblos, que no se equivocan, entendieron desde el principio que en ningún sitio habita tanto el Comandante de Cuba como en aquel donde se encuentre su Maestro nuestro.

Desde hace mucho, Fidel dejó claro que debía a José Martí sus sentimientos patrióticos y el concepto profundo de que patria es humanidad. «La audacia, la belleza, el valor y la ética de su pensamiento me ayudaron a convertirme en lo que creo que soy: un revolucionario», afirmó una vez, respetuoso y modesto, el Jefe de la Revolución.

El guía que despedimos no fue nunca un martiano pasivo. En marzo de 1949, cuando marines yanquis profanaron la estatua del Héroe Nacional en el habanero Parque Central, la ola de indignación levantada en el pueblo tuvo un nombre en la cresta: Fidel Castro, quien encabezó la protesta frente a la entonces omnipotente embajada de Estados Unidos.

La preparación del millar de jóvenes dispuestos a asaltar, en Santiago y Bayamo, la mañana de la Santa Ana, tuvo en sus presupuestos el pensamiento del genio de calle Paula, tanto el expuesto en las bases del Partido Revolucionario Cubano y en el Manifiesto de Montecristi como en el continuo goteo de luz que el Héroe de Dos Ríos nos dejara, como itinerario de la victoria, a lo largo de su vida.   

Otra mano en la mano de Martí

Aunque cierta norma no escrita parece prohibir a los hombres de Cuba aludir personalmente a la tristeza, admito que esa tarde terminé triste. Aun días después, pasada la página de la sublime presentación que nos regalaron aquellos muchachos y filtrada en la tierra la lluvia de aplausos que les dimos a cambio, la zozobra gobierna sin pausa mi cabeza.

Habíamos asistido a una importante reunión gremial y, casi como un bálsamo para esas cubanísimas tensiones interiores de las que no escapa la prensa, un grupo de niños nos acogió en su sede para mostrarnos sus dotes y abrirnos sus almas con la salvedad de que, esa vez, hicieron más lo segundo que lo primero. 

Fueron casi dos horas de magia pero al cabo, mientras a un son contagioso casi todos los colegas salieron animadísimos, rendidos «a punta de verso y acorde» por el arte, yo acabé —¿irremediablemente?— triste.