El Celtic, buque en que llegó a Nueva York desde Liverpool, el 14 de enero de 1875 |
Tal vez ningún libro lo diga en letras claras, pero puedo verle en cubierta la angustia silente, el andar dolido, la impaciencia alerta: está en su Cuba y en su Habana, pero no baja a tocarlas. Regresa de su primer exilio hispano, va hacia México a dar y recibir sus mayores calores de familia, y la costa querida, mil veces soñada en camas prestadas de Madrid y Zaragoza ―con recuerdos por almohada―, se le torna lejana pese a tenerla allí, tan cerca de esos ojos que la escudriñan cual buzo de tierras y viajero de almas.
El joven Martí había cumplido su deportación por ser patriota, había vencido carreras, había amado mujer y luchado por Cuba en el centro mismísimo de esa España de Mariano y Leonor que tuvo con él la relación todo entraña de legarle la sangre y pelearle la tierra.
El vapor City of Mérida, aquel que cuatro octubres atrás había llevado a Nueva York el exilio tan digno de Ana Betancourt de Mora, surcaba en el mar los inicios del año 1875. Pepe lo tomó en Nueva York, el 26 de enero; a bordo de él cumplió sus 22 años y yo digo ―sin libros que atestigüen esos cariños silvestres que no requieren tomos, ni folios ni decretos― que su único regalo fue esa proa afilada que le cortaba olas como se apagan las velas encendidas, una a una, en pos de acercarle a sus seres amados.
A fines del año previo, había salido de España y tocado Francia, y llegado enfermo a Inglaterra y rozado hasta Irlanda con sus pies de cubano volteador del Atlántico. Esa ruta le llevó, trayéndolo, a abordar el Celtic, moderno buque de la White Star Line que entre 98 viajeros, sobre todo emigrantes, permitía a este pasajero de “tercera clase”, a este desconocido hombre de clase primerísima, acercarse a su tierra y a su madre, a su padre y hermanas... a aquella Historia ya “esta” que para crecer precisaba (entre otros) de este señor Martí, tan grande pequeño, tan agudo y tierno.
No fue solo el retorno, ni el cumpleaños apenas. No fue solo el mal tiempo, ni fue solo la angustia de no bajar en La Habana, su otra madre en la tierra. Al viajero callado de este par de vapores lo sacudieron olas duras, ahogadoras eternas, corrientes de dolores y penas cerreras que en cambio no arrastraron su equipaje de estrella.
Cuando el 8 de febrero se bajó en Veracruz del City of Mérida, fue a la capital de Mexico, adonde llegó el 10 para hallar a Mariano esperándole, con Manuel Mercado, en la estación de Buenavista. Bajo el hombro del padre repetía el más duro símbolo del luto: había muerto Ana, hermana queridísima de Pepe, y la noticia empañó los abrazos. ¿Cuándo paró ese corazón que tanto impulsó al suyo? El 5 de ese enero, mientras el hermano despeinaba en el Celtic las olas del Atlántico para volver a besarles.
¿Presagiaba dolores en la brisa habanera, en la costa prohibida, el capitán de amores que no bajaba a tierra? No lo sé, no puedo aventurarlo, pero sé que ahora mismo, en el borde de un barco, hay un hombre que mira sin pausas a La Habana, desde el límpido pecho y con el alma plena, con los ojos más intensamente enamorados que cualquiera haya visto una vez en la Villa.
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