Tres tablones de cedro

Dicen que, ya septuagenario, cuando incluso una pierna había abandonado su camino, Jaime solía sentarse en un taburete a contarles a los nietos la intensa anécdota de su vida, aquella de sus 14 años, cuando de manera inocente  tuvo contacto con el hecho luctuoso más grande de la Historia de Cuba: la muerte de José Martí.

El año 1895 andaba por mayo y el muchacho vivía en el mismo caserío oriental de Remanganaguas donde había nacido. En medio de una desolación sin horizonte ayudaba a uno de sus tíos a vender comida y bebidas en un puestecito irónicamente llamado La Dichosa.

Aquellos fueron los días menos dichosos del mundo, pero seguramente le llevó tiempo comprenderlo. El lunes 20 la llovizna trajo una gran caballería hispana y él corrió a verla, junto a una bandada de vejigos de su tamaño, sin sospechar que la tarde anterior, poco después de la una, esos mismos hombres que llegaban le habían cortado un pedazo a la esperanza.

¿Quiénes son los pinos nuevos?



Una interpretación limitada cercena a menudo el concepto martiano de la unidad: con la intención de convocar a los jóvenes a las mil y una tareas de la Revolución, se les suele llamar “los pinos nuevos” ―así, con el artículo de una presunta exclusividad― dejando a un lado, cual si fuera hojarasca seca, a todo cubano al que le hayan mermado ciertos vigores meramente físicos.

Martí, quien murió en plena juventud ―aunque sus definitivos 42 años no clasificarían en el esquema actual que, al menos en Cuba, parece fijar la valla del “límite” en los 35― veía la idea de pinos nuevos como una nueva oleada por la independencia en la que se integraban, gota a gota, los padres, los nietos y los abuelos. Martí era un hombre de todas las edades y desde esa cualidad él, que desde adolescente reconocía una especie de halo de vejez en torno suyo, nos dejó en su pensamiento, su escritura y sobre todo en sus actos, las mayores pruebas de una identidad permanentemente inquieta, creativa y juvenil, aunque tatuara su estela con la gravedad de su causa y la seriedad de su amor.

Margaritas

Ayer me dieron un premio. Yo sabía que mis letras no eran para tanto pero, obligado por el protocolo, la cortesía y el agradecimiento, fui a recogerlo como si lo mereciera. En el parque Martí se apareció mi hijo Daniel, confundido esa mañana con cualquier espigado colega de la prensa.
 

Pasaron por el acto niños, poemas, menciones martianas, estampas de Patria, el periódico que el cubano infinito fundó “para juntar y amar”. ¡Casi nada, Martí… escribías juntar y amar así, naturalmente, cual si no estuvieras persuadido de que esa era, como es, la misión que define nuestra especie!
 

Una colega leyó un ramo de palabras sobre mí. Duele el elogio público, duele que a uno le alaben en su cara, inconsultamente, pero tuve que oír callado, sin protestar, por aquello del protocolo, la cortesía y el agradecimiento.
 

Terminó el acto y mis colegas decidieron escribir un aplauso sin punto. Lo soporté a pie firme, contando cada segundo cual si fuera un desactivador del equipo anti explosivo. Aplacé mis naturales ansias de desaparecer. Por fin regresó el silencio, bendito mutismo que secó el sudor frío que Daniel y yo sufrimos en trances semejantes.