Una casa entre ríos

Por allí comenzó el combate de Dos Ríos. Él llegó de madrugada, despertando almas desde el primer minuto que le dieron en la tierra, premiando con gritos el embarazo de Leonor, y con sólo nacer determinó que esa casa, más sencilla que los versos que después escribiría, sería la Casa más venerada de su Isla.
 
Una parte importante de Cuba se alumbraba en el cuartico: el primer hijo de la pareja, el único varón, nacía en el primer mes de 1853, en la planta más cercana al cielo de aquel hogar cuya fachada tenía una marca de extrema vecindad con los años que viviría: el número 41.
 
Debajo residía Juan Martín y Navarro, primo de Mariano y cuñado de Leonor. La huella en la casa de esta pareja familiar parece perderse en el tiempo a pesar de su doméstico tránsito y de que sus hijos serían compañeros de juegos de José Julián: aunque el niño vivió allí sólo tres años, su luz, esa claridad sin par que aún ilumina un largo mapa, eclipsó para siempre todos los nombres que ella cobijó.
 

Siete lirios

Mariana Salustiana, Ana
Pese al viento paciente que ha gastado la tierra, el verso exige todavía: “Decid cómo logró morir sin verme / y —puesto que es verdad que lejos duerme— / ¡Decidme cómo estoy aquí despierto!”. El poeta fue rebasado por el hermano, que a más de un mes del deceso de Ana en México, en 1875, no pudo evitar que el dolor le hiciera surcos de rimas en sus hojas de cosecha.

Más adelante, las cicatrices afloraron nuevamente en uno de sus complejos Versos Sencillos: “Si quieren, por gran favor, / Que lleve más, llevaré / La copia que hizo el pintor / De la hermana que adoré”.

Antes que Mariana Salustiana —su querida Ana—, otras dos hijas de Mariano y Leonor habían muerto cuando Pepe era apenas un adolescente. El luto entró a casa por vez primera en 1865; entonces el muchacho tenía 12 años y parecía —más serio, más mayor, más espigado y recio como era— el tallo de siete rosas.

Eso fue siempre José Martí, un cuidador de flores que vio caer tres tiernos pétalos y amó con garra y blandura a los otros cuatro, dispuesto como estaba a protegerlos, aunque para ello precisara las espinas.

Armados con un tabaco

Martí en Tampa, junto a sus colaboradores
Como siempre o como nunca —que para este caso funciona igual—, el discurso en el Hardman Hall de Nueva York, el 10 de Octubre de 1891, sacudió sin escalas a los asistentes: los llevó de la más serena atención a los vítores desenfrenados. Era el tema de siempre, la patria, pero otras las palabras porque el orador nunca se repetía. Jamás se sabía qué iba a decir, mas no hacía falta descubrirlo: a los cubanos les bastaba con enterarse de que él hablaría.

A poco de aquellos aplausos, recibió una invitación desde Tampa, el nido patriótico en el que, con ojos de metrópolis, el Gobierno español veía un “nido de filibusteros”. Néstor Leonelo Carbonell le comunicaba que los emigrados en esa ciudad floridana también querían escucharle.

En seguida él acusa recibo con un telegrama pero, inconforme con su propia reacción, envía detrás una misiva contestando “…la carta de convite a este amigo que responde afirmativamente con el alma henchida de gozo”. El entusiasmo parece delatar que viejos deseos se cumplían: “Y digo que acepto jubiloso el convite de esa Tampa cubana, porque sufro del afán de ver reunidos a mis compatriotas”.

José Martí tenía razones, poderosas por cierto, para corresponder con las suyas las ansias de los tabaqueros.

(Auto)retrato de maestro


Esta vez, el amo de las palabras duda de su arsenal: “Y ¿cómo quiere que en algunas líneas diga todo lo bueno y nuevo que pudiera yo decir de aquel enamorado de la belleza, que la quería en las letras como en las cosas de la vida, y no escribió jamás sino sobre verdades de su corazón o sobre penas de la patria?”

La estampa va dirigida a Enrique Trujillo. A medida que se llena de palabras, el papel no parece papel y El Porvenir tampoco semeja un periódico neoyorkino; ese día de julio de 1891 ambos se convierten, de un plumazo hondo y conmovido, en un retrato: el de Rafael María de Mendive.

El pintor no es otro que Pepe Martí. Han pasado poco más de cuatro años y medio de la muerte de Mendive y el que se convertiría en nuestro Maestro quiso escribirnos del suyo.   

Vestido desnudo

Sus fotografías denotan humilde elegancia
He aquí otro enigma martiano: ¿cómo puede quien escribe con un arcoiris en la pluma proyectarse en la vida como la triste figura de negro? Sí, claro, el luto... casi todos sabemos un poco de aquel luto por su amada y difunta libertad, pero el lúgubre dolor del vestir y del decir era apenas una parte del conflicto cromático en el alma del hombre. Pepe Martí, que tanto habló de ellas, era él mismo la paleta repleta de un pintor en la que abundaba la noche aunque no escaseara la luna.

La ropa que solía llevar era oscura no sólo a los ojos; era negra al tacto, por la modestia de su precio; mestiza de origen, por la variada condición de sus donantes; guerrera curtida, por sus frecuentes cicatrices de zurcidos; y rebelde orgullosa, por su absoluta apatía hacia las modas y etiquetas. Su ropa era tan Cuba como el anillo de hierro que le liberaba el dedo.

Lo más distintivo de la indumentaria del cubano de más talla era que no le vestía para nada: verlo con ropa era verlo desnudo porque él hizo del acto cotidiano de abrigarse el modo más elocuente de “presentarse” en la humilde sociedad de los patriotas tal como vino al mundo. Y como se fue de él. 

El Torrente no llora

Peleando con la palabra no tuvo que esperar a 1895: desde muy joven fue como un Mayor General al mando de verbos artillados. Le ascendieron  en ceremonias de aplausos los humildes tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso, los patriotas de Nueva York, los emigrados cubanos de Jamaica, República Dominicana, Costa Rica, Panamá… Escucharle era otro modo de empuñar un machete y seguirle a cortar las amarras de su Isla.

El orador José Martí ganó mil batallas en la tribuna, aunque no le escasearon cicatrices. Sus discursos están hoy incompletos por varios flancos: unos cuantos se perdieron en el fragor de la arenga, y aun suponiendo que todos los que han sido conservados contuvieran cada una de sus palabras, no pueden mostrarnos el vuelo terrenal, el trueno y la nube, la sacudida y el éxtasis, el fuego sereno con que él las pronunciaba. Todo eso tenemos que hallarlo nosotros… huérfanos de su voz.

Como el pez, que mata y muere por la boca, Pepe Martí ganó con la palabra los más severos castigos y las mayores conquistas humanas; de sus discursos le nacieron enemigos férreos y amigos inclaudicables; también surgieron de ellos las anécdotas más insospechadas: ¿se imaginan que él, el muy serio José Martí, cargó a sus espaldas con dos apodos por asuntos de tribuna? 

Anillo de amantes

Ver unidas o reconciliadas a la madre y a la novia: pocas aspiraciones personales adquieren para los hombres sensibles la importancia de ésta, mucho más para aquellos que desde la infancia, tras ese idilio precoz llamado a durar hasta que la vida los dejare, sufrieron la anunciación de que sus dos más grandes amores parecieran contrapuestos.

Entre otras muchas, José Martí vivió esa zozobra. Leonor, menos por celos que por temor, veía a su rival como la relación que podía arrancarle para siempre a su Pepe en el más leve abrazo patriótico. Él, que nunca se sintió en el medio ni sometió a consulta sus sentimientos, sufrió a mares por las incomprensiones maternas, pero quizás por ello disfrutó a cielos que fuera ella misma, la crítica inconmovible de sus entregas, quien lo casara con novia tan conflictiva.

Con las manos de acariciarle, Leonor Pérez colocó en un dedo de su hijo ya casado aquel anillo de bodas raro, barato, valioso...

Mejorando Mejoranas

Aunque no hubo testigos presenciales, algunas personas apostadas en las cercanías refirieron haber escuchado voces altas que rompieron la mudez de la campiña. Sea: si dijeran que las palabras treparon las montañas azules de la Sierra y quebraron algún que otro pico, también se les creería, porque el trío reunido en la pequeña habitación de aquel ingenio concentraba las voces más poderosas de Cuba: las de Martí, Maceo y Gómez, tres hombres distintos con un rasgo común: ayer, como hoy, nadie podía acallarlos.

Allí no había un titán, sino tres; no era uno el gran pensador: sus ideas se complementaban perfectamente; tampoco mayoreaba un estratega porque cada uno deponía la propia ante la estrategia de la patria. Era, en efecto, ese tipo de discusión sólo apta para seres humanos especiales. No extraña entonces que —pese a que los protagonistas en seguida se curaron mutuamente las heridas que mutuamente se hicieron en el diálogo— en nosotros, las personas comunes, perdure ese miedo atávico al asunto.

Pero, a fin de cuentos, ¿qué pasó en La Mejorana?

Ampollas

Tiene que habernos mentido; o mejor, tiene que habernos ocultado cosas. Sus ampollas, por ejemplo. Esas ampollas de las que no habla en el Diario de Campaña estaban sin duda allí, flanqueando en islas de prisionera humedad los mismos dedos con los que el alborozado guerrillero le encontró palabras a la lírica de la épica, descubriendo, describiendo, caminos que los mejores prácticos de Cajobabo jamás anduvieron.

Once de abril. “Yo en el puente. A las 7½, oscuridad. Movimiento a bordo. Capitán conmovido. Bajan el bote. Llueve grueso al arrancar. Rumbamos mal.

Ideas diversas y revueltas en el bote. Más chubasco. El timón se pierde. Fijamos rumbo. Llevo el remo de proa”.

Ya se sabe; todos tripulamos alguna vez esa barca: César Salas remaba seguido mientras el general Borrero y Gómez, el Viejo inmenso, hacían lo que podían ayudando de popa bajo una luna de roja mirada que iluminaba la noche con mambisa reverencia.  Ángel y Marcos halaban el litoral hasta con la mirada, pero este cubano de tanta letra, este señor Martí, ¿dónde diablos habrá escondido las ampollas?

Vapores con cartas de Pepe

Leonor y Pepe sostuvieron una perenne preocupación mutua
En Cuba y fuera de ella, decir José Martí es aludir a la combustión del verbo. Tanto y tan bien escribió este hombre que aún hoy se le consulta para explicar los asuntos más delicados. Sin embargo algo desbordó la amplitud de su escritura: sus vivas palabras que, a pesar de convencer lo mismo a generales llenos de cicatrices que a pinos nuevos de la Revolución, fueron también rebasadas por la hondura de un pensamiento que todavía supera en toda la línea al de millones de hombres ilustres de este milenio.

Martí pensaba y hacía dos revoluciones a la vez: una por Cuba, esa novia cautiva que le enlutaba el traje y le acompañaba firme en su dedo —en el anillo hecho con los grilletes del presidio—, y otra de amor personal, preñada igualmente de cariños y dolores. Su dominio de la palabra, que le permitió desde tierra distante levantar en armas un pueblo entero, no pudo en cambio librarle de reproches e incomprensiones de algunos de sus seres más queridos.

El celador y su hijo

La ternura de Mariano, un tema pendiente para muchos




La esquela a su maestro Rafael María de Mendive aún estremece: “Trabajo ahora de seis de la mañana a 8 de la noche y gano 4 onzas y media que entrego a mi padre. Este me hace sufrir cada día más, y me ha llegado a lastimar tanto que confieso a Vd. con toda la franqueza ruda que Vd. me conoce que sólo la esperanza de verle, me ha impedido matarme. La carta de Vd. de ayer me ha salvado”.

Casi siglo y medio después de escrito, pocos pueden resistirse a la inclinación de releer ese párrafo porque, en efecto, es ruda la franqueza de Pepe Martí, demasiado ruda para un adolescente de 16 años que, pese a su temprana condición de preso político, había nacido con los dones de la ternura. El fragmento, repetido a ultranza por unos y a ojos vista ignorado por otros, se ha pretendido usar como raíz de un viejo mito martiano: la incompatibilidad con su padre. ¿Será que Mariano no le quería? ¿O tal vez viceversa?

Fotografía del hombre taciturno

José Francisco pudo lo que ningún fotógrafo:
retratarle una sonrisa a su padre




No tenemos derecho a sorprendernos: él mismo, en una dedicatoria a Doña Leonor, refirió su “espíritu sombrío”. Tal vez por eso a José Martí le sentaran tan bien el blanco y el negro con todos sus lutos incluidos. Era la suya la proyección de un niño oscuro, de un hombre gris, pese a que dentro llevaba más que el arco iris.

Aún nos contempla desde sus fotografías, hechas para que él nos vea y no al revés, como suele creer la mayoría de los mortales. Desde el infante de adulta mirada que a los 9 años posó con una medalla al pecho —como si ello no fuera redundancia—, una secuencia de grises oscuramente claros arman su iconografía con el color que mejor la define: el del sacrificio.