Sin embargo algo de aquel ser irreparado llamó siempre mi atención: su gran parecido físico con José Martí, distante apenas en el color de su piel, ese lienzo de ampollas, callos y cicatrices quemado a fuego lento por un sol quizás prohispano que en las vastas canteras del mar lo encadenó de por vida para cobrarle sus modestas rebeldías.
Sin decir palabra (tal vez sin conocer mucho del inmenso doble que le había antecedido), sin llegar a héroe, sin pretender dar lecciones, Ibrahim Yero fue el primero en sacarme de mi error: Martí no era un ángel guerrero sino un ser de carne y hueso, casi tanto como él, que entre luna y luna navegaba contra el mal para mostrarnos la ruta de la Estrella.
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