Aunque cierta norma no escrita parece
prohibir a los hombres de Cuba aludir personalmente a la tristeza, admito que
esa tarde terminé triste. Aun días después, pasada la página de la sublime
presentación que nos regalaron aquellos muchachos y filtrada en la tierra la
lluvia de aplausos que les dimos a cambio, la zozobra gobierna sin pausa mi
cabeza.
Habíamos asistido a una importante reunión gremial y, casi como un bálsamo para esas cubanísimas tensiones interiores de las que no escapa la prensa, un grupo de niños nos acogió en su sede para mostrarnos sus dotes y abrirnos sus almas con la salvedad de que, esa vez, hicieron más lo segundo que lo primero.
Fueron casi dos horas de magia pero al cabo, mientras a un son contagioso casi todos los colegas salieron animadísimos, rendidos «a punta de verso y acorde» por el arte, yo acabé —¿irremediablemente?— triste.