El celador y su hijo

La ternura de Mariano, un tema pendiente para muchos




La esquela a su maestro Rafael María de Mendive aún estremece: “Trabajo ahora de seis de la mañana a 8 de la noche y gano 4 onzas y media que entrego a mi padre. Este me hace sufrir cada día más, y me ha llegado a lastimar tanto que confieso a Vd. con toda la franqueza ruda que Vd. me conoce que sólo la esperanza de verle, me ha impedido matarme. La carta de Vd. de ayer me ha salvado”.

Casi siglo y medio después de escrito, pocos pueden resistirse a la inclinación de releer ese párrafo porque, en efecto, es ruda la franqueza de Pepe Martí, demasiado ruda para un adolescente de 16 años que, pese a su temprana condición de preso político, había nacido con los dones de la ternura. El fragmento, repetido a ultranza por unos y a ojos vista ignorado por otros, se ha pretendido usar como raíz de un viejo mito martiano: la incompatibilidad con su padre. ¿Será que Mariano no le quería? ¿O tal vez viceversa?

Por un lado, el honrado celador —como con justicia suele llamársele— tenía su carácter, causa de algunos problemas con el cuerpo de Policía colonial para el que trabajó; por otro, ese hijo varón que tempranamente escogió “la estrella que ilumina y mata” no era, no podía ser, indiferente a ninguna aspereza.

A menudo los papeles quedan como cenizas de antiguos conflictos. Cartas y documentos que no fueron escritos para nosotros nos dejan ver pasajes de la desgarradora relación entre el hombre parco y el genio reflexivo que engendró. José Julián siempre recordaría, entre sus primerísimas impresiones, en los albores de su vida, a “mi padre en la calle del Refugio: Porque a mí no me extrañaría verte defendiendo mañana las libertades de tu tierra”. No hubo mejor pronóstico que ese reproche.

En carta a uno de sus yernos, fechada en agosto de 1883 en Nueva York, Mariano Martí le contaba acerca de su hijo: “…y yo le dije que él no era más que del presente, y entonces se puso a reír…” Es cierto, eran los tiempos en que el viejo se pasó un año al lado de su primogénito exiliado, pero a la patriarcal visita no le faltaron estrecheces: no siempre tenía cinco centavos para el transporte, la comida era sopa u otro caldo y a menudo se sentía triste y solitario, y hasta encerrado, porque Pepe trabajaba todo el día. Es cierto también que la risa, en boca del serio hombre que era su hijo, debía resultar una respuesta desafiante.

Ese mismo padre rudo, sin embargo, relataba contento a su hija Amelia, en otra misiva neoyorkina, el día que “tomamos Pepe y yo una botella de cerveza”, a la salud de un ser querido que estaba en Cuba. Recio lacónico, Don Mariano admitía humanas debilidades que le impedían muy largas estancias en Estados Unidos: extrañaba a sus hijas, a su Leonor y a sus hijos políticos, los yernos. Tal vez al impenetrable tronco familiar le sobraba en cariño lo que no le llegaba en palabras.

Palabras, siempre tuvo a manos llenas el vástago varón, aunque, de cara al amor por Mariano, también él lamentó puntuales carencias: “No es que haya muerto lo que me entristece, sino que haya muerto antes de que yo pudiera pregonar la hermosura silenciosa de su carácter, y darle pruebas públicas y grandes de mi veneración y de mi cariño”, confesaría a su cuñado José García en respuesta a la carta en que éste le avisaba de la muerte de su padre, en febrero de 1887.

Pero sus propias cartas le rectifican: Pepe no esperó la muerte del viejo para escribir sus mejores retratos. A una de sus hermanas, quizás la principal tesorera del amor que en silencioso fuego cruzado se enviaron los dos hombres de la familia, le había comentado y pedido cinco años antes: “Tú no sabes, Amelia mía, toda la veneración y respeto ternísimo que merece nuestro padre. Allí donde lo ves, lleno de vejeces y capricho, es un hombre de una virtud extraordinaria (…) ese anciano es una magnífica figura. Endúlcenle la vida. Sonrían de sus vejeces. Él nunca ha sido viejo para amar”.

La perenne juventud para amar quedó clara en el cierre de la carta con que da cuenta de su llegada a casa, tras el año compartido en Nueva York. Luego de explicarle a Pepe el estado en que encuentra a la familia, el introvertido valenciano se enternece despidiéndose con “…el grande abrazo de tu padre”.

La firmeza de Mariano, replicada en otras formas en la de su hijo, no le impidió en su momento preocuparse por los asuntos escolares de aquél. Supo ser el padre preocupado que, orgulloso del talento del niño, escribió incluso al gobernador superior civil de Cuba para pedirle dispusiera los exámenes que evitarían a Pepe perder el tercer curso de la segunda enseñanza.  Más tarde, mientras su joven José Julián estudiaba Derecho en la Universidad de Zaragoza, el padre le gestionaba en La Habana la certificación de estudios previos que exigían en España.

Nueva York, Nueva York… ¿Qué importaban los escasos centavos, el cuarto modesto y las sopas frecuentes? Para Pepe, la pobreza fue otro estímulo de unión con el autor de sus días: “¡Jamás, José, una protesta contra esta austera vida mía que privó a la suya de las comodidades de la vejez! En mis horas más amargas se le veía el contento de tener un hijo que supiese resistir y padecer”, confesó al cuñado pensando en el padre perdido.

Pese a que en la madurez se le agrandó la franqueza ruda que había estrenado en su infancia, o precisamente por ello, Martí empleó continuamente, para referirse a su padre, varios de los sustantivos más preciados para él: virtud, honradez, pureza y hasta castidad.

Así como no pudo olvidar las marcas de las canteras, seguramente el sensible guía de un pueblo recordaría hasta su muerte el día de adolescencia en que Mariano le encontró en presidio, lastimado: “Y ¡qué día tan amargo aquel en que logró verme, y yo procuraba ocultarle las grietas de mi cuerpo, y él colocarme unas almohadillas de mi madre para evitar el roce de los grillos, y vio, al fin, un día después de haberme visto paseando en los salones de la cárcel, aquellas aberturas purulentas, aquellos miembros estrujados, aquella mezcla de sangre y polvo, de materia y fango, sobre que me hacían apoyar el cuerpo, y correr, y correr! ¡Día amarguísimo aquél! ¡Prendido a aquella masa informe, me miraba con espanto, envolvía a hurtadillas el vendaje, me volvía a mirar, y al fin estrechando febrilmente la pierna triturada, rompió a llorar! Sus lágrimas caían sobre mis llagas, yo luchaba por secar su llanto; sollozos desgarradores anudaban su voz, y en esto sonó la hora del trabajo, y un brazo rudo me arrancó de allí y él quedó de rodillas en la tierra mojada con mi sangre, y a mí me empujaba el palo hacia el montón de cajones que nos esperaba ya para seis horas. ¡Día amarguísimo aquel! Y yo todavía no sé odiar.”

Pasen los siglos que pasen, ¿acaso alguien se atreverá a no releer este párrafo?

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