Vapores con cartas de Pepe

Leonor y Pepe sostuvieron una perenne preocupación mutua
En Cuba y fuera de ella, decir José Martí es aludir a la combustión del verbo. Tanto y tan bien escribió este hombre que aún hoy se le consulta para explicar los asuntos más delicados. Sin embargo algo desbordó la amplitud de su escritura: sus vivas palabras que, a pesar de convencer lo mismo a generales llenos de cicatrices que a pinos nuevos de la Revolución, fueron también rebasadas por la hondura de un pensamiento que todavía supera en toda la línea al de millones de hombres ilustres de este milenio.

Martí pensaba y hacía dos revoluciones a la vez: una por Cuba, esa novia cautiva que le enlutaba el traje y le acompañaba firme en su dedo —en el anillo hecho con los grilletes del presidio—, y otra de amor personal, preñada igualmente de cariños y dolores. Su dominio de la palabra, que le permitió desde tierra distante levantar en armas un pueblo entero, no pudo en cambio librarle de reproches e incomprensiones de algunos de sus seres más queridos.

La mismísima Doña Leonor, que muy temprano se vio emplazada, por la actuación de su primogénito, a debatirse entre la causa de una Patria en la que ella no había nacido y la seguridad del único hijo varón que salió de sus entrañas, no pudo alzarse por sobre su época y sus creencias y luchó con todas las armas que tienen las madres —que no son pocas— para apaciguar un espíritu en el que el héroe patriótico amenazaba constantemente la integridad física del hijo amado.

“Vana esperanza, vapores llegan a esta todos los días, y para mí no traen nada. No me quejaré ya más, estas cosas no se imponen…”, le escribe a Pepe en octubre de 1880, en firme reclamo por la lentitud de las cartas que, ansiosa, espera de él desde los Estados Unidos.

Leonor no ceja en su empeño. En agosto de 1881 le comenta en otra misiva: “… te lo vuelvo a decir, mientras tú no puedas alejarte de todo lo que sea política y periodismo, no tendrás un día de tranquilidad…”  En la misma carta le recrimina más: “Qué sacrificio tan inútil, hijo de mi vida, el que estás haciendo de tu tranquilidad y de la de todos los que te quieren, no hay un solo ser que te lo sepa agradecer, el que más achaca tu sacrificio al ansia de brillar, otros, a la propia conveniencia, y nadie en su verdadero valor”.

Fue largo el diálogo de dolores. “¿Qué causa tan poderosa podrá ser la que te impide escribirme?”, la pregunta sale el 4 de noviembre en un sobre de La Habana a Nueva York, ruta de papel que días después recorren otras demandas: “…qué diré yo de un gran pensador, y hombre de juicio? ¿Será que no piensas lo que yo sufro? (…) Con respecto a lo de gran pensador; te felicito por lo que de hermoso tiene; pero te confieso, que en esto soy un poco egoísta, y sí quisiera pensaras menos en los demás, para que te quedara más tiempo, para pensar en los tuyos que bien lo necesitan…”

Sin que acabara ese año, le llega a Martí otro lamento materno: “…me entristece que todo tu afán de vida sea para echarlo al mar; ¿hasta cuándo, parará esa rueda?”

La pobreza los muerde en la Isla y en tierra firme. Leonor padece, Pepe también; ambos, separados, luchan a su modo. “…siempre temo a las necesidades que puedes sufrir en tierras extrañas… (…) No puedes figurarte el dolor de mi alma al saber lo poco agradable de tu situación y Dios te dé fuerzas para llevar la carga que te has echado sin estabilidad en nada, yo creo, hijo, que mientras tú no sueltes los papeles de los periódicos, tu suerte no variará…”, insiste ella.

No tiene la madre la confianza perseverante de un hijo que no puede soltar los periódicos porque se multiplica en ellos: “…tus hermanas te mandan un abrazo hasta que te escriban, y yo un fuerte regaño para que no estés tan caviloso que este mundo no lo arregla nadie…”, le dice en carta de julio de 1882.

En el humilde hogar habanero algunos tesoros familiares hablaban por Martí: desde la dedicatoria de una foto, un muchacho encadenado, con traje de preso, había respondido en agosto de 1870 a los lamentos pasados y futuros de Leonor, ratificando, por sobre la dulzura, el apego a sus ideas: “Mírame, madre y por tu amor no llores: /Si esclavo de mi edad y mis doctrinas, /Tu mártir corazón llené de espinas, /Piensa que nacen entre espinas flores.”

Después vendrían respuestas más largas y confesiones conmovedoras. El 15 de mayo de 1894, casi un año exacto antes de su caída en combate, el hijo le escribiría a bordo del vapor Mascotte, rumbo a Cayo Hueso: “Madre querida: Vd. no está aún buena de sus ojos, y yo no me curo de este silencio mío, que es el pudor de mis afectos grandes y de mi modo de queja contra la fortuna que me los roba y como venganza de esta fatal necesidad de hablar y escribir tanto en las cosas públicas. (…) Pero mientras haya obra que hacer, un hombre entero no tiene derecho a reposar. (…) ¿Y de quién aprendí yo mi entereza y mi rebeldía, o de quién pude heredarlas, sino de mi padre y de mi madre? (…) ...y a esa tierra infeliz donde Vd. vive no le puedo escribir sin imprudencia, o sin mentira. Mi pluma corre de mi verdad: o digo lo que está en mí, o no lo digo.”

Martí le comenta a su madre ansias entrañables que permiten calibrar mejor la altura de sus renuncias: “Mi porvenir es como la luz del carbón blanco, que se quema él, para iluminar alrededor. Siento que jamás acabarán mis luchas. El hombre íntimo está muerto y fuera de toda resurrección, que sería el hogar franco y para mí imposible, adonde está la única dicha humana, o la raíz de todas las dichas.”

¿Lo entendería Leonor? Difícilmente, pero la Historia no la juzga por eso. Ella dio a Cuba su Héroe mayor y todavía le estamos agradeciendo. En un libro calificado en su momento por Cintio Vitier como conflictivo, caótico y fascinante, el gran intelectual argentino Ezequiel Martínez Estrada escribía sobre la madre del Maestro: “Doña Leonor Pérez no era solamente la madre de un Héroe, sino además la madre de un Santo, un Sabio y un Mártir. Su azoramiento, cuando lo tuvo en vida, fue el de una mujer del pueblo, de una pobre mujer a la que nació un hijo que en la pubertad comenzó a hablar en un idioma desconocido, a cantar canciones enigmáticas y a echar alas y brillos hasta que lo perdió de vista en el espacio, en un relámpago. ¿Qué podemos exigirle que supiera, si todavía no podemos nosotros mensurar la magnitud del prodigio? Lo más sensato que se ha dicho de Martí es el deslumbramiento insensato: era un águila, era un león, era el océano, era un meteoro, era un faro. ¿Qué podían comprender la madre y las hermanas del que dijo señalando a las gentes que sufren sin esperanza: esta es mi madre, estos son mis hermanos? ¿Qué más podía ella saber sino que era su hijo y lo perdió?”

Como la conspirativa, tampoco fue fácil la vida familiar del gran organizador revolucionario. Tuvo que ponerle pausas al amor cuando el amor mismo era su sustantivo referido, pero quien le conozca leyéndolo puede imaginar en seguida que, aún mientras caía en Dos Ríos del caballo Baconao, este hombre tendría dulces pensamientos para la viejita querida que falleció en junio de 1907, tal vez de cara al mar, adivinando los vapores —pese a su mala vista y su poco pulso—, contando los correos, juntando los cariños… con la terca esperanza de recibir nuevas cartas de Pepe.

1 comentario:

  1. Milanés, un saludo desde Cienfuegos, Arencibia me comentó acerca de tu blog y hoy cuando lo visité me cautivó, me parece que la propuesta de avanzar en la creación y socialización de blogs que aborden la crónica como realización periodística princiapal debemos incluirla en el programa del encuentro que estamos convocando para octubre y del cual ya tu formas parte

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