Ojos

Paulina Rodríguez nunca pudo olvidarse de sus ojos. Lo conoció por esas lomas de Guantánamo que han mirado subir y bajar tantos secretos y han visto a muchas anécdotas despeñarse en el más hondo farallón de la memoria. “Ellos trajeron la patria en bote”, comentó la mujer mucho tiempo después, cuando las historias que había vivido como un cuento infantil se habían convertido en la más alta Historia de un país.

La niña se dio cuenta en seguida de que todo el mundo hablaba de sus ojos. Y todo el mundo lo miraba, de manera que se armó allá arriba una silenciosa guerra de ojos. Él llevaba las de perder, porque si bien era un rotundo mirador de cosas, eran muchas más las pupilas que tenía que cargar en sus espaldas. Nunca se habían cruzado tantos ojos por aquellos parajes baracoenses que ni el mismísimo Dios se había atrevido a mirar de frente o a pisar de veras.

Entonces Paulina vio que le veían: al hombre fino comiendo cucurucho de coco, gozando el azúcar de la miel, soplando en un plato rústico un humeante chopo de malanga que él mismo había ayudado a pelar, talando los árboles con el hacha incansable de sus preguntas.

Otros vieron más. Con la proa de los ojos le observaron el intento de machacar un poco de café, aunque no era bueno en eso: el gran entendedor no se entendía con aquel recio pilón.  

Los más audaces, los más mirones, le vieron escaparse con el niño Francisco rumbo a la poza del río Jojó, donde se bañó en cueros bajo un cielo que nunca lució tan limpio como lo estaba desde la mira de ese cubano que custodiaba el futuro con la punzante espada de sus ojos.

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