A la vista de su foto me quedo esperando más. No veo en esta Rosario los encantos que rindieron a Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto, Ignacio Altamirano, Juan de Dios Peza, Agustín Cuenca y Vicente Riva, entre otros ilustres de pecho vulnerable. No encuentro en ella al manantial del idilio, a la senda del martirio, a la causa del morir.
Pero entiendo que tendría que mirarla con ojos decimonónicos. Con las pupilas sedientas del Martí que al llegar a México en 1875 tropezó con aquella escultura fina y hormonal. Habría de mirarla con el iris languideciente de Manuel Acuña, que poco antes de irse voluntariamente de este mundo le escribió con la misma mano de suicidarse: “comprendo que en tus ojos no me he de ver jamás”.
Desde entonces fue “Rosario la de Acuña”, así que al menos en la muerte el amante frustrado pudo hacerla suya. Tan intocadamente suya como de una legión entera de románticos aztecas. Tan ajenamente suya como del joven cubano que descubrió a tiempo que “... ni la enamoro yo para esta vida...”
Así era ella, de ella misma. No tuvo mejor dueño Rosario de la Peña. Ni siquiera el otro Manuel (María Flores), que aparentemente pudo conquistarla, la tuvo mucho tiempo. El bardo se atrevió a escribir que “... quisiera morir, ¡pero en tus brazos...” y el halo fatal de la musa le tomó la palabra al pie de la estrofa.
No nos engañemos con el rostro silente de la imagen. Esta fue la mujer a la que Martí rogó: “Esfuércese Ud. ―excédase Ud., vénzame Ud. ― Yo necesito encontrar ante mi alma una explicación, un deseo, un motivo justo, una disculpa noble de mi vida. De cuantas vi, nadie más que usted podría.” Pero ella resistió con medieval postura los asedios.
No queremos creerlo pero es cierto: aquel verbo inflamado no pudo derrumbarla. Por eso el hombre, desnudo de su pluma, le confiesa un frío que aún perdura. Por eso sigue enamorándola en esta vida de ellos que no alcanzan mis ojos.
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