Tres tablones de cedro

Dicen que, ya septuagenario, cuando incluso una pierna había abandonado su camino, Jaime solía sentarse en un taburete a contarles a los nietos la intensa anécdota de su vida, aquella de sus 14 años, cuando de manera inocente  tuvo contacto con el hecho luctuoso más grande de la Historia de Cuba: la muerte de José Martí.

El año 1895 andaba por mayo y el muchacho vivía en el mismo caserío oriental de Remanganaguas donde había nacido. En medio de una desolación sin horizonte ayudaba a uno de sus tíos a vender comida y bebidas en un puestecito irónicamente llamado La Dichosa.

Aquellos fueron los días menos dichosos del mundo, pero seguramente le llevó tiempo comprenderlo. El lunes 20 la llovizna trajo una gran caballería hispana y él corrió a verla, junto a una bandada de vejigos de su tamaño, sin sospechar que la tarde anterior, poco después de la una, esos mismos hombres que llegaban le habían cortado un pedazo a la esperanza.


Tras su mostrador escuchó el alarde —una mancha fundada solo en la ambición— de un práctico cuyo nombre merece olvidarse que afirmó haber matado al jefe de los mambises. De la cabeza del niño no escapó jamás aquel mal cubano al cual tuvo que servir anís con alcohol para que celebrara la presunta hazaña. El hombre bebía y vociferaba eufórico. Jaime había perdido, sin conocerlo en vida ni leer sus cuentos, a su amigo de La Edad de Oro.

Corrió tras los soldados. En el cementerio cavaron una fosa y enterraron dos cadáveres. Martí abajo y, encima, un sargento español. Cuatro piedras en cruz marcaron el lugar. Oculto, el niño lo vio todo; estuvo a unos pasos del cuerpo que Quintín, el negro Bandera roja azul y blanca, no pudo rescatar tras mil intentos. ¿Quién fuera mambí en ese momento?

El 23 fue aun más duro. Los españoles encargaron el ataúd al viejo Pedro Ferrán y este pidió ayuda al aprendiz: Jaime seleccionó los tablones y buscó clavos, cera y dos serruchos. En la tarde, espantado, asistió a la exhumación del cuerpo. Como en un mapa de operaciones militares, observó esas heridas mortales que cambiaron tácticas y estrategias combativas en al menos tres países.

El médico sacó las vísceras y las echó en una fosa. Aun hoy es difícil concebirlo: ¿cómo cupo aquel hombre de maneras preciosas en tres tablones de cedro? ¿Cómo una caja tosca de ocho pesos fue cabalgadura para el que poco antes, en Dos Ríos, había caído del brioso Baconao? ¿Será acaso por eso que, inquieto, el cadáver ardilla —que sin dudas subió las escaleras al Cielo con el mismo apremio con que en Nueva York buscaba su oficina— anduvo por cuatro inhumaciones y exhumaciones más hasta que levantó, en junio de 1951, campamento fijo en el mausoleo santiaguero de Santa Ifigenia?

Tal vez buscando respuestas a preguntas semejantes, par de años después Jaime Sánchez Sánchez dejó Remanganaguas y se sumó el Ejército Libertador en un punto entre el río Las Biajacas y el pueblito de Maffo. Nadie puede recuperarse de vivencia semejante. Nadie puede. Nadie. Seguramente en las pausas de la batalla tenía que contar. Es probable que pocos le creyeran. Y no es para menos: ¿cuántos cubanos pueden decir que vieron de cerca el corazón amado de su Isla?
   

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