El Torrente no llora

Peleando con la palabra no tuvo que esperar a 1895: desde muy joven fue como un Mayor General al mando de verbos artillados. Le ascendieron  en ceremonias de aplausos los humildes tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso, los patriotas de Nueva York, los emigrados cubanos de Jamaica, República Dominicana, Costa Rica, Panamá… Escucharle era otro modo de empuñar un machete y seguirle a cortar las amarras de su Isla.

El orador José Martí ganó mil batallas en la tribuna, aunque no le escasearon cicatrices. Sus discursos están hoy incompletos por varios flancos: unos cuantos se perdieron en el fragor de la arenga, y aun suponiendo que todos los que han sido conservados contuvieran cada una de sus palabras, no pueden mostrarnos el vuelo terrenal, el trueno y la nube, la sacudida y el éxtasis, el fuego sereno con que él las pronunciaba. Todo eso tenemos que hallarlo nosotros… huérfanos de su voz.

Como el pez, que mata y muere por la boca, Pepe Martí ganó con la palabra los más severos castigos y las mayores conquistas humanas; de sus discursos le nacieron enemigos férreos y amigos inclaudicables; también surgieron de ellos las anécdotas más insospechadas: ¿se imaginan que él, el muy serio José Martí, cargó a sus espaldas con dos apodos por asuntos de tribuna? 

Siendo muy joven, en España le nombraron “Cuba llora”. Martí, que desde temprano mostró preocupación por los detalles del sitio donde hablaría, colocó tras de sí un gran mapa de su amada Isla. Cuando al calor del discurso exclamó: “¡Cuba llora…!”, y levantó bruscamente los brazos, el mapa cayó ruidosamente al suelo, provocando la risa de los asistentes, que en adelante se referirían a él con dicha frase.

Esa fue una anécdota de limpia gracia, muy distinta a la de Guatemala, adonde llegó en 1877con 24 años, contratado como profesor de la Escuela Normal dirigida por el cubano José María Izaguirre. Algunos círculos del clero comenzaron a llamarle “Doctor Torrente”, burla que, contra la intención de sus autores, sugería el reconocimiento a una elocuencia de veras indetenible.

El cubano ya había sido orador en España y México, pero fue allí donde se destapó plenamente la capacidad expositiva de aquel extranjero al que, en seguida, jóvenes guatemaltecos le pidieron, como ocurriría en Venezuela cuatro años después, que les diera clases de oratoria.

¿Qué tenía en sus discursos este hombre al que el mismísimo Máximo Gómez calificaría en su momento como mago de la palabra? Para abreviar la respuesta sería más sencillo preguntarnos qué le faltaba; de todos modos el reto interesa porque interesa Martí.     

Su vida había sido, como fue hasta el final, un gran aprendizaje que él volcaba sin reservas en sus intervenciones, mas no era sólo la cultura; disponía de buena dicción, vigor y capacidad persuasiva, todo lo cual se integraba en la oratoria cálida y cuidadosa que miles vitorearon. Su prosa era fina y firme a la vez, sus frases, preñadas de modernismo, abundaban en colores y sombras según requirieran las circunstancias.   

Escuchémosle en las palabras de una cubana que vivió y contó la magia de su verbo, cuando él estuvo en La Habana entre agosto de 1878 y septiembre de 1879 y frecuentaba los liceos de Guanabacoa y Regla: “Su voz, bien timbrada, tenía inflexiones infinitas. Empezaba con tono suave y medido.  Hablaba despacio, convencía. Articulaba con cuidado, dibujando los contornos de sus vocablos, pronunciando un poco las eses finales, al estilo mexicano. No pronunciaba la ce y la zeta a la española. Pero cuando tocaba el tema de la patria oprimida y la necesidad de luchar por ella, crecía el caudal de palabras acelerando el tempo: su voz tomaba acentos de bronce y de sus labios brotaba un torrente. El hombre delgado, de mediana estatura, se agigantaba en la tribuna y el público quedaba cautivado bajo ese hechizo”.

¡Ese hechizo este! Todavía su discurso es un misterio, mitad pieza literaria, mitad palanca mueve mundos. Algunos contemporáneos refirieron apreciarle voz de barítono. Cualquier don es creíble en un hombre que seducía para la causa lo mismo a un viejo mambí que a un artista, a un campesino que a un diplomático, a un tabaquero que a una dama de modales cristalinos.
Su palabra también conquistó a Rubén Darío, que en encuentro de apenas unas horas neoyorkinas se convenció de no haber conocido nunca un conversador tan admirable.

Martí dijo en su oratoria lo que de la oratoria escribió: “Los oradores deben ser como los faros: visibles a muy larga distancia”. Él fue, en efecto, un faro cuya luz de estrella extinta nos alumbra estos días de claridad intermitente. Sabía que “Un orador brilla por lo que habla, pero definitivamente queda por lo que hace”, sin embargo tal vez ni imaginó que su obra lo convertiría en un contemporáneo respetado en los complejos diálogos de hoy.

César Zumeta asistió en Caracas a las clases de oratoria dadas por Martí y le escuchó una anécdota espléndida: según él, el Maestro confesó que el orador más elocuente que había visto era un zapatero cubano que en cierto alboroto en España improvisó una arenga; al hombre le faltaban léxico y acervo, y hasta inventaba palabras, sin embargo se comprendía perfectamente lo que quería decir.

Con léxico y palabras sobrados, Martí coincidía en algo con el compatriota desconocido: siempre sabía qué decir. Improvisaba en los términos, mas no en las ideas. ¡Lastima que el zapatero no le haya escuchado a él! De haberlo hecho, muy probablemente volvería a encaramarse en la caja de  betunes… para empezar a combatir por Cuba.

Los núcleos de emigrados, sus principales escuchas.
Pepe Martí era un hombre grande porque era en su nombre muchos hombres. El que decía aquellos discursos inolvidables era apenas uno del conjunto. No pocos contemporáneos refirieron esta transformación. El guatemalteco Domingo Estrada apreció en Nueva York una de estas metamorfosis: “Aquel joven afable, modesto, que tan bien sabía escuchar, que anhelaba borrarse ante todos, y que se esforzaba en cualquier parte por hacerse pequeño, por ocupar el último sitio, en la tribuna era otro: sentíase en su puesto, se erguía con la conciencia de su fuerza dominadora, se crecía, se agigantaba y, domador magnífico del verbo, sin pausa ni una sola vacilación, ni desfallecimiento, discutía, enseñaba, convencía, increpaba, apostrofaba, peroraba soberbiamente, amplio el gesto, robusta la voz, despidiendo rayos la pupila, arrebatando en su vuelo de águila a todas las almas y afincando el poder de su elocuencia en la grandeza de su ideal y en la sinceridad simpática de su emoción”.

No quisiera estar en la piel de un enemigo, frente a esa pupila radiactiva. No, nunca hubo candidez en la transmutación. Martí fue claro: él quería “encender a los hombres”, y lo consiguió al punto que los cubanos aún estamos echando humo. Es el humo martiano que nos enlaza con los viejos guerreros de la manigua y con los niños que habrán de nacerle a esta Isla. Un mambí declaró azorado: “¡No lo comprendíamos, pero estábamos dispuestos a morir por él!”, mientras un capitán que peleó por la independencia dijo que “… sus palabras parecía que venían de un ser sobrenatural”.

No se equivocó el capitán. Lo más natural del mundo es que José Martí no parezca natural. El periodista santiaguero Mariano Corona escuchó una de las arengas que el recién nombrado Mayor General dio a las tropas cubanas, al filo de su muerte, y apuntó: “Se le oía como oyeron los hebreos las máximas de Cristo: con adoración bíblica, con fanatismo de idólatras. Cuando concluyó, brotó el volcán”.

Siendo un adolescente, frente al tribunal militar que lo condenó a presidio, se encendieron las primeras chispas del volcán oratorio martiano. Su erupción incesante movilizó a un pueblo en peso. Del fuego —que aún arde— en la cima encendida de Pepe Martí dio cuenta, como pocos, José María Vargas Vila, el escritor colombiano.

Oigámosle retratar a Martí: “No era amigo de la violencia pero en la tribuna su apariencia triste y melancólica se transformaba y aquel hombre flébil y encorvado se erguía recto como una flecha; la sonrisa desaparecía de su boca adquiriendo un rictus de severidad que hacía de sus labios indignados el canal natural al torrente de sus palabras.

“Agigantado no enseñaba el brazo derecho que lo ocultaba colocado sobre los riñones; la izquierda levantada, como si fuera a clavar en tierra una bandera; la extendía luego hacia adelante como si marcase el camino de la victoria… Cuando llegaba el momento del apóstrofe y hablaba de la República de ayer, la de Céspedes y de Narciso López, y de la República de mañana, la que debía surgir de su esfuerzo generoso, el brazo oculto aparecía enhiesto, como un asta, en el cual flotara la bandera de Cuba Libre amparando la tumba de los muertos y llevando al combate las legiones de los vivos…”   

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