Vestido desnudo

Sus fotografías denotan humilde elegancia
He aquí otro enigma martiano: ¿cómo puede quien escribe con un arcoiris en la pluma proyectarse en la vida como la triste figura de negro? Sí, claro, el luto... casi todos sabemos un poco de aquel luto por su amada y difunta libertad, pero el lúgubre dolor del vestir y del decir era apenas una parte del conflicto cromático en el alma del hombre. Pepe Martí, que tanto habló de ellas, era él mismo la paleta repleta de un pintor en la que abundaba la noche aunque no escaseara la luna.

La ropa que solía llevar era oscura no sólo a los ojos; era negra al tacto, por la modestia de su precio; mestiza de origen, por la variada condición de sus donantes; guerrera curtida, por sus frecuentes cicatrices de zurcidos; y rebelde orgullosa, por su absoluta apatía hacia las modas y etiquetas. Su ropa era tan Cuba como el anillo de hierro que le liberaba el dedo.

Lo más distintivo de la indumentaria del cubano de más talla era que no le vestía para nada: verlo con ropa era verlo desnudo porque él hizo del acto cotidiano de abrigarse el modo más elocuente de “presentarse” en la humilde sociedad de los patriotas tal como vino al mundo. Y como se fue de él. 

Es fácil inferirlo: la sensibilidad, la cultura y la higiene que le caracterizaron desde niño adornaron con la mayor distinción su paso por la vida, lo que hace que todavía hoy algunos pretendan verle, en las viejas fotos, vestido con un buen traje. No, Martí anduvo siempre pulcro y limpio, pero la pobreza fue en él una condición estacionaria. 

Esta no es colección de vanidades; es la revista visual de un hombre que no cabía en su ropa —y no sólo en los calzones— como no cupo en su tiempo. 
Enrique Loynaz del Castillo apuntó: “En su traje, irreprochable por su pulcritud, se traslucía la pobreza”, mientras el abogado Horacio S. Rubens escribió sobre las prendas de vestir martianas algo que pudiera completar la frase del General: “Pero jamás vio alguien sobre ellas una mancha, porque era hombre de escrupulosa limpieza”.

Martí vestía de negro, o de oscuro con chaqueta. Aunque la inmensa mayoría de las fotos conservadas no sugieren el detalle porque fueron tomadas en estudio, gustaba del sombrero bombín. Llevaba camisas blancas, de cuello, y prefería los lazos a las corbatas, aunque usaba ambos.

Cuando podía comprarla, buscaba su ropa en los baratos mercadillos de Bowery, Nueva York, y llevaba siempre zapatos negros, bajos para evitarse la molestia que los altos le causaban en el tobillo derecho, el más marcado por los dolores sufridos en presidio.

Con esas mismas ropas con que nos mira desde el futuro, Pepe Martí asistió en el pasado a grandes conferencias como sagaz diplomático y animó tertulias artísticas en las cuales los que vestían con el último espanto de la moda tenían que ovacionarlo.

Alfonso, el hijo de su gran amigo mexicano Manuel Mercado, guardaba en sus recuerdos de adolescente la intermitente imagen de un hombre siempre de negro, con levita cruzada y cuya corbata era una insignificante tirita oscura estrecha que por esa época costaba en México no más de 25 centavos y con la que las manos de aquel visitante de casa hacían un nudo desbarajustado.

Aquel que después de muerto siguió visitando memorias llevaba zapatos teñidos de negro en los que se adivinaba el más claro color original. Dificílmente, según evocaba el muchacho, el hombre de los recuerdos podía comprar ropa nueva, y la que traía mostraba el brillo peculiar del uso largo y continuado. Este jovencito fue otro fotógrafo: sus nostalgias semejan un retrato.

El cuidadoso cepillado y la limpieza de aquel traje que muy bien podría hacer, sin cuerpo adentro, los recorridos comunes del Maestro, no ocultaban lo raído que estaban los puños y el cuello, sin embargo el animador revolucionario no contuvo por ello los verbos ni detuvo las acciones.

Su vestimenta sacudió tanto como sus discursos. Santiago Massenet, un cubano que en 1892 le vio pasar rumbo a la finca de Gómez en La Reforma, quedó impactado por la modestia en el vestir “de la más alta figura de la América”.
Federico Henríquez y Carvajal

En ese mismo año y también en tierra dominicana, Federico Henríquez y Carvajal describió así su ropero: “En la pieza que le servía de alcoba, en el suelo, había una maleta de cuero no muy grande. Ya se resentía del uso. Estaba abierta. Yo me detuve a mirar su paupérrimo contenido, no sin sorpresa, í él sonreído, díjome en voz baja: 'Es mi equipaje...' Se componía de una muda de repuesto. Duplicados sólo había cuellos, calcetines i pañuelos de mano. Con dos mudas, pero sólo con un calzado, un sombrero, un saco i una corbata, todo negro, iba el peregrino en ese viaje de exploración de voluntades...” (sic).

La ropa de José Martí no es un capítulo menor en su desfile patriótico. En marzo de 1895, desde Dajabón, le comentaba en carta a Gómez con la ironía fina, pícara, sana y agradecida que sólo queda bien a un hombre enteramente limpio: “A Pancho se lo devuelvo. Lo que no le devuelvo es su capa, que llevo a que me ampare, más que librarme de la lluvia, ni unos pantalones muy cariñosos y ya amados”. 
Gómez se interesó en la ropa de Martí

Ese mismo mes, el viejo eterno, Máximo Gómez, traza en misiva a Francisco Gregorio Billini este retrato tan seco y certero como un decreto militar: “Allá va Martí, con su cabeza desgreñada, sus pantalones raídos, pero con su corazón fuerte y entero para amar la independencia de su tierra”. El Delegado vestía por esa fecha el pantalón de un patriota cubano de apellido Salcedo, quien, según palabras de propio Martí: “Sin queja ni lisonja, porque me oye decir que vengo con los pantalones desechos, me trae los mejores suyos, de dril fino azul, con un remiendo honroso...”

Los zapatos completaban el conjunto de humildades. En febrero, desde Santiago de los Caballeros, el Delegado le había escrito a Gonzalo de Quesada una carta que iba “...de sermón, porque un zapatero, que está disimulando unas zuelas, me da media hora de respiro”.

¿Qué respiro era ese que se empleaba en escribir de Cuba y sus dolores? Un respiro martiano, un aliento del hombre al que ni las mordidas de la pobreza forzaban a descansar.

Así que allá va Martí... ¡Qué clase Gómez este General! No pudo convencer al gran cubano de que esperara al estallido de la guerra desde el extranjero, pero, en lo que parece una tierna revancha, antes de partir a la lucha lo obligó a visitar a su amigo dominicano, el sastre Ramón Antonio Almonte. Ya en la sastrería, mientras “Monguín” registraba los números sagrados de Martí y cortaba la tela azul oscura, era Gómez quien reía mejor: “Saque el pecho, Martí...” dicen que sugería alegre. Con aquella chamarra Pepe llegó a Cuba.

La historia de este hombre puede ser contada, también, por las corbatas. Cierta vez, un matrimonio le obsequió una donde el rojo principiaba otros colores y Martí declinó el obsequio con  delicadeza extrema, de un solo color: su luto por Cuba no le permitía usarla.

En otra ocasión, en Tampa, celebró el alfiler y la corbata del joven Manuel García Ramírez porque representaba una abeja, símbolo, según Martí, de la laboriosidad de nuestros emigrados. Por mediación de la patriota Carolina Rodríguez, Ramírez le regaló ambas piezas al Maestro, quien le mandó a decir que nunca había usado más que corbatas negras, pero que por aquel acto generoso, se la pondría sólo una vez y luego la daría a otro cubano que supiera conservarla.

Para recaudar y hablar, para tomar el café y enamorar, para acariciar a un niño y hasta para caer peleando de cara al sol con ropas increíbles, Pepe Martí tuvo excelente asesor de modas: sus principios. “Quien tiene mucho adentro, necesita poco afuera”, recomendó a María Mantilla en un consejo que más bien pareciera una autoexploración de cuerpo y alma.

De sus anécdotas conocidas —porque hasta él mismo estará seguro, donde está, de que las más profundas se hicieron pasto del silencio—, la que mejor define lo repleto de su almario es esta estampa del exilio.

En Cayo Hueso acordaron hacer una colecta para que el admirado patriota se comprara un traje nuevo. Acopiaron 90 pesos, pero era más fácil recogerlos que darle la noticia. Por fin alguien lo hizo y aquel hombre de modestia orgullosa para los obsequios sorprendió a todos con una sonrisa:

―Entonces, ¿esto es ya de José Martí?

Los donantes asintieron aliviados y aquel hombre casi siempre taciturno contraatacó con un arma casi oxidada en su arsenal: la carcajada. Él mismo rompería el silencio que imagino:

―Es decir que 90 pesos... Ahora, mis queridos amigos, quiero pedirles un favor. Busquen a tres familias de emigrados cuya situación material no sea la mejor... y a cada una le darán 30 pesos.

Así siguió Pepe Martí ganando hombres, sembrando patria, levando Historia... con un traje de raída oscuridad que jamás pudo taparle las muchas luces que desde su cuerpo nos alumbran.      

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