(Auto)retrato de maestro


Esta vez, el amo de las palabras duda de su arsenal: “Y ¿cómo quiere que en algunas líneas diga todo lo bueno y nuevo que pudiera yo decir de aquel enamorado de la belleza, que la quería en las letras como en las cosas de la vida, y no escribió jamás sino sobre verdades de su corazón o sobre penas de la patria?”

La estampa va dirigida a Enrique Trujillo. A medida que se llena de palabras, el papel no parece papel y El Porvenir tampoco semeja un periódico neoyorkino; ese día de julio de 1891 ambos se convierten, de un plumazo hondo y conmovido, en un retrato: el de Rafael María de Mendive.

El pintor no es otro que Pepe Martí. Han pasado poco más de cuatro años y medio de la muerte de Mendive y el que se convertiría en nuestro Maestro quiso escribirnos del suyo.   

Sacando óleos encendidos de su propio corazón, Martí continúa los trazos: “…sabe poco de Cuba quien no sabe cómo peleó él por ella desde su juventud, con sus sonetos clandestinos y sus sátiras impresas”. ¿De quién habla? ¿De Mendive o de sí mismo? ¡De los dos!

Estos hombres, que en su momento se trataron como padre e hijo y que lo fueron por encima de los decretos genéticos, se parecieron demasiado como para que la semblanza de uno no hable del otro. Martí podía contar del antiguo maestro en primera persona porque una buena parte de los valores patrióticos y humanos que llevó hasta su muerte fueron forjados en las clases de este hombre cuyas vocaciones esenciales seguiría.

Mendive instruyó y amparó al muchacho que en 1865 se convirtió en su alumno en la Escuela Superior Municipal de Varones. La dicha que habrá sentido Rafael María por tener a su abrigo aquel talento puro y descomunal debió ser sólo comparable con la que embargaría a Pepe por aprender de la vida y de la patria con un cubano mayúsculo. Es lógico entonces que el vínculo de ambos perdure hasta hoy y ocupe ríos de letras límpidas como pocas.

Cuando Don Mariano quedó cesante, Mendive —en un acto inusual en aquella época y hasta en la actual— se comprometió a costear los estudios del adolescente hasta el grado de bachiller. No era, no podía ser, un mecenas; era, sí quería ser, otro padre. Más que enseñar a secas el programa de asignaturas, este hombre que siempre parecía meditar le mostró al primogénito de los Martí la grandeza que debían tener quienes llevaran a Cuba en sus labios.

El Colegio radicaba en Prado 88
El hogar de Prado 88 era a un mismo tiempo casa y escuela, y su dueño conjugaba la labor de maestro con el placer de la poesía y el riesgo de la conspiración. Mendive era anfitrión de escritores y patriotas y alguna vez —nos lo dejó escrito el propio Pepe— llegó a esconder en su cuarto a algún cubano perseguido.       

¿Y adónde fue a recoger Leonor a su muchacho, zigzagueando entre balas, cuando  en enero de 1869 los sucesos del Teatro Villanueva condujeron al odio desenfrenado de los voluntarios? ¡A la casa de Mendive, en cuyo frente los malvados hicieron una pira! El poema martiano que recuerda el hecho habla en versos soterrados de la triangulación del cariño entre estos seres unidos por complejos lazos de la tierra, la idea y el amor.

Como Martí, Mendive fue detenido, por Cubano. El alumno acompañaba a Micaela, la esposa del maestro, a verle en la prisión de El Castillo del Príncipe, donde el mentor permaneció cinco meses hasta que embarcó hacia España —la misma ruta, la misma causa— a cumplir la condena impuesta por un consejo de guerra.

La historia se asemeja: pudo el maestro del Maestro vivir con holgura; sus versos daban para eso porque fueron reconocidos y recogidos en varios países. La culta Europa le publicaba y las principales revistas cubanas respetaban a aquel escritor armonioso de perfección formal que llegó a ser secretario de literatura del Liceo de La Habana, sin embargo —¡terco sendero el de los patriotas!— el hombre fino vestido siempre de dril blanco optó por el accidentado camino de las estrellas.

Así se fue, así conoció el exilio español y neoyorkino, así conspiró escribiendo —y también viceversa—, así perdió a su hijo Luis en la pelea por Cuba, así volvió después de que El Zanjón manchó su patria, así dirigió un periódico y un colegio por Matanzas, así enfermó hasta que el 24 de noviembre de 1886 la muerte, que siempre tiene tanto que aprender, quiso llevarse un gran maestro.   

En cambio Rafael María se quedaba. Estaba públicamente oculto en el hacer de otro maestro que lo fue tanto que se ha ganado la mayúscula. Era su Pepe nuestro; el adolescente había crecido —no tanto como ahora, ya se se sabe— y estaba multiplicando alumnos por el mundo.

Mas la grandeza que siempre supo que tenía, y que nunca dijo poseer, no le nubló a Martí el recuerdo agradecido de aquel padre que enseñaba con trazos de su vida. De jovencito, antes de partir para el exilio, Pepe le escribió a Rafael María: “Señor Mendive: De aquí a 2 horas embarco desterrado para España. Mucho he sufrido, pero tengo la convicción de que he sabido sufrir. Y si he tenido fuerzas para tanto y si me siento con fuerzas para ser verdaderamente hombre, sólo a Vd. lo debo...”

Muchos años después ponderaría “...la tierna amistad que le profesaron, aun cuando las contrariedades le tenían el carácter un tanto deslucido, los hombres, jóvenes o canosos, que llevaban a Cuba en el corazón, y la veían, fiera y elegante, en aquella alma fina de poeta”.

Esa, la crónica publicada en El Porvenir en 1891, queda aún como la suprema prueba de que Rafael María de Mendive, el exquisito poeta que escribía transparencias y vestía de blanco, estaba vivo todavía. Ni siquiera lo mataron las tres balas que en Dos Ríos derribaron a su alumno predilecto: ahora y siempre, los dos maestros andan juntos para encaminarnos en esta compleja encrucijada que solemos llamar futuro.

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