Armados con un tabaco

Martí en Tampa, junto a sus colaboradores
Como siempre o como nunca —que para este caso funciona igual—, el discurso en el Hardman Hall de Nueva York, el 10 de Octubre de 1891, sacudió sin escalas a los asistentes: los llevó de la más serena atención a los vítores desenfrenados. Era el tema de siempre, la patria, pero otras las palabras porque el orador nunca se repetía. Jamás se sabía qué iba a decir, mas no hacía falta descubrirlo: a los cubanos les bastaba con enterarse de que él hablaría.

A poco de aquellos aplausos, recibió una invitación desde Tampa, el nido patriótico en el que, con ojos de metrópolis, el Gobierno español veía un “nido de filibusteros”. Néstor Leonelo Carbonell le comunicaba que los emigrados en esa ciudad floridana también querían escucharle.

En seguida él acusa recibo con un telegrama pero, inconforme con su propia reacción, envía detrás una misiva contestando “…la carta de convite a este amigo que responde afirmativamente con el alma henchida de gozo”. El entusiasmo parece delatar que viejos deseos se cumplían: “Y digo que acepto jubiloso el convite de esa Tampa cubana, porque sufro del afán de ver reunidos a mis compatriotas”.

José Martí tenía razones, poderosas por cierto, para corresponder con las suyas las ansias de los tabaqueros.

No hay que decir que allí estuvo, erguido y puntual, en el Liceo de Tampa. “Para Cuba, que sufre, la primera palabra. De altar se ha de tomar a Cuba, para ofrendarle nuestra vida, y no de pedestal para levantarnos sobre ella”, comenzó el discurso metiéndose en el pecho mismo de los patriotas. Era el 26 de noviembre. Si ésta —conocida como Con todos y para el bien de todos— todavía deslumbra, la disertación que pronunció al otro día en homenaje a los estudiantes de Medicina fusilados veinte años antes por el régimen colonial (Los pinos nuevos) es una pieza oratoria rotunda.

De nuevo el asombro, que venido de él ya no asombraba. Otra vez le invitan: era el Cayo quien quería oírle. Allá llegó, a bordo del vapor Olivette, el 25 de diciembre con severa broncolaringitis que no le impidió subirse en una silla del Hotel Duval House y decir a la masa que le había seguido unas breves honduras de oraciones. Eligio Palma, el doctor que le atendía, le obliga a la cama y en el intermedio de su enfermedad recibe una terapia especial: los obreros de la fábrica de tabacos de Eduardo Hidalgo Gato le entregan el álbum en el que habían escrito pensamientos patrióticos.

Tal vez el obsequio explique que, aún sin recuperarse del todo, el 3 de enero de 1892 el incansable  se yerga y hable a los suyos en el Círculo Cubano de San Carlos. Al otro día visita a sus compatriotas en las fábricas y sus palabras se erigen en fértil semillero: los tabaqueros respaldaron los estatutos del naciente Partido Revolucionario Cubano como eje de la guerra. Con el apoyo de la mayoría de los patriotas de Nueva York, Tampa y Cayo Hueso, a Martí sólo le faltaba, para acabar de alzar la patria de manos de sus hombres, la comunión total con Gómez, Maceo y los veteranos que ellos lideraban: la conquistó a viva voz, pero esa es otra historia. Sigamos con los tabaqueros.    

La persecución de que fueron objeto los separatistas en Cuba a partir del 10 de octubre de 1868 y el hecho de que la mayoría de los dueños de negocios en la Isla eran peninsulares, obligó a miles de patriotas a emigrar. Muchos, sin otro oficio u otra opción, fueron a las tabaquerías de Veracruz, Nueva Orleans, Filadelfia, Nueva York y Cayo Hueso; sobre todo en este último punto establecieron, junto con la calidad de su manufactura, importantes principios culturales e identitarios.

Los teatros, los periódicos, los mercados… todo hablaba en Cayo Hueso el lenguaje de estos antillanos alegres que hasta en las fiestas hablaban, halaban, la libertad de su tierra. Allá se formaron incluso pastores cubanos en cuyos púlpitos el Evangelio se predicaba junto con el patriotismo. Las iglesias protestantes locales hallaban en el colonialismo opresor un motivo muy terrenal de protesta y bajo sus techos sagrados se pedía a Dios… por la independencia de Cuba.

Un respaldo humilde y esencial para Martí
Sí, eran miles: torcedores, escogedores, despalilladoras, capataces, fileteadores, aprendices… tal fue el primer gran ejército que Martí —distante aún del grado de Mayor General que más adelante ostentaría con la fugacidad y el brillo único de las estrellas— condujo en pro de Cuba. Y en ese terreno de operaciones nadie pudo superarle.

Porque José Martí, que varias veces la usó, llamó a la tarima de tabaquería “la tribuna avanzada de la libertad”, calificaba a los lectores de esas fábricas como los “graduados del taller” y a los tabaqueros les decía “los doctores” de los obreros cubanos. No regalaba elogios, para nada: sencillamente les caló como nadie. En un discurso señaló que los tabaqueros trabajaban “…con la mesa de pensar al lado de la de ganar el pan” y calificó al patriota de este oficio como “trabajador de hojas de tabacos y de hojas de libros”. ¿Acaso no era él otro hombre de hojas? En efecto; eran, en el hacer y el sentimiento, colegas de tribuna y patria.

No fueron pequeños sus servicios ni menores los elogios que ganaron los tabaqueros. Antonio Maceo estuvo con ellos y dijo al marcharse que “los trabajadores tabaqueros del Cayo son lo más puro del pueblo cubano”, mientras en su Diario el estricto Máximo Gómez asentó un agradecimiento: “Las armas, el parque, todo lo debemos en su mayor parte al trabajo honrado, al desinterés y la abnegación de los pobres tabaqueros, de los humildes, de los que tendrán algún día puesto principal entre los grandes de esta tierra cubana”.

No fue menos que eso. Los tabaqueros ayudaron a financiar y a preparar la guerra de 1895. Pagaban las expediciones y a veces se enrolaban a bordo ellos mismos, cambiando las chavetas por el machete mambí. En cada expedición perdida se perdía su dinero, mas no su entusiasmo: comenzaba de nuevo la causa a convocarles y ellos a responder. Son “aquellos que con más fe sirven a Cuba y jamás han dejado apagar el fuego de sus altares”, dijo Martí alguna vez.

Aquella masa no era rica, ni siquiera acostumbraba hacer ahorros, sin embargo establecieron el Día de la Patria para donar a la Revolución que se gestaba el trabajo de su jornada de descanso, convirtieron sus lecturas de galeras en convocatoria perenne y organizaron clubes separatistas para extender su actividad a sus familiares y a otros emigrados.

La Casa Natal: otra causa de aportes
¡Tremendos soldados, armados con un tabaco! Fueron los mismos que, cuando los jerarcas madrileños que usurpaban su Habana pretendieron espiarles en Cayo Hueso infiltrándoles voluntarios que se fingían tabaqueros, integraron la Sociedad de la Tranca, que esperaba en el puerto, estaca en mano, a estos frustrados espías que entonces tenían  que reembarcarse a la carrera, a menudo con algunas marcas de Cuba en el cuerpo.

¡Infantería olorosa! La misma que a la muerte de Martí no permitió que el dolor la congelara; por el contrario, recordó sus palabras, tibias aún en sus fábricas, vivas aún en sus calles, frescas aún en sus pechos, y multiplicó la recaudación mientras algunos de sus miembros se fueron a la Isla a pedir cuentas en la manigua a los hombres de España por habernos quitado tanto con un hombre.

¡Poderosa carga de chavetas! Eran los humildes colegas de Martí, esos que más tarde ayudaron a recuperar la Casa Natal y colocaron en ella una tarja que aún respira para que aquel orador que horadaba en sus almas les siga deslumbrando como si hoy fuera 26, y les convoque ahora como si cada mes se llamara noviembre y se cure al fin del afán de ver reunidos a sus compatriotas porque aquel 1891 cubanamente tampeño no terminará nunca de hablar de la patria.

4 comentarios:

  1. Felicito al autor por este comentario tan patriótico y conmovedor. Gracias por poder compartir sus sentimientos y su añoranza

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  2. Soy colombiana y conocer a nuestro poeta Martí, que bonito. Gracias.

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  3. Gracias a usted. Que nuestro Martí palpite también en Colombia es una gran satisfacción para quienes amamos el legado de este grande. Un saludo.

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