Siete lirios

Mariana Salustiana, Ana
Pese al viento paciente que ha gastado la tierra, el verso exige todavía: “Decid cómo logró morir sin verme / y —puesto que es verdad que lejos duerme— / ¡Decidme cómo estoy aquí despierto!”. El poeta fue rebasado por el hermano, que a más de un mes del deceso de Ana en México, en 1875, no pudo evitar que el dolor le hiciera surcos de rimas en sus hojas de cosecha.

Más adelante, las cicatrices afloraron nuevamente en uno de sus complejos Versos Sencillos: “Si quieren, por gran favor, / Que lleve más, llevaré / La copia que hizo el pintor / De la hermana que adoré”.

Antes que Mariana Salustiana —su querida Ana—, otras dos hijas de Mariano y Leonor habían muerto cuando Pepe era apenas un adolescente. El luto entró a casa por vez primera en 1865; entonces el muchacho tenía 12 años y parecía —más serio, más mayor, más espigado y recio como era— el tallo de siete rosas.

Eso fue siempre José Martí, un cuidador de flores que vio caer tres tiernos pétalos y amó con garra y blandura a los otros cuatro, dispuesto como estaba a protegerlos, aunque para ello precisara las espinas.

María del Pilar Eduarda, Dolores Eustaquia y Mariana Salustiana fueron las tres hermanas que murieron antes que Pepe. 1900 fue un año devastador para aquella familia de preciado parentesco: cayeron, calladas, de cara al resplandor del hombre de Dos Ríos, Leonor (La Chata), María del Carmen (La Valenciana) y Antonia Bruna.  Rita Amelia, la más longeva, vivió para cerrar los ojos ciegos de Doña Leonor en 1907 y seguir soñando hasta su último día de 1944 con aquel sol vestido de eclipse que la vida le regaló como hermano.

No era para menos. Pepe había sido su consejero mayor. “Toda la felicidad de la vida, Amelia, está en no confundir el ansia de amor que se siente a tus años con ese amor soberano, hondo y dominador que no florece en el alma sino después del largo examen, detenidísimo conocimiento y fiel y prolongada compañía de la criatura en quien el amor ha de ponerse”, le había escrito el hermano en 1882, en el intento de una exploración sobre su prometido que la madre le había encargado.

En cambio el celador de hermanas era también un sembrador de confianzas: “Escríbeme sin tasa y sin estudio, que yo no soy tu censor, ni tu examinador, sino tu hermano”, le rogó a la propia Amelia en una misiva, tiempo antes de que una noticia sobre ella bailara en su pecho: “... el día en que supe tus bodas, como te creí dichosa, me sentí de fiesta. Hice visitas, canté un poco, y hablé algo más de lo ordinario”. ¿Imaginan cantando a aquel hombre que por esos días, según palabras propias, se estaba volviendo silencioso? En efecto, Martí era una fiesta personal: él mismo era su pareja de baile y su coro melodioso porque el amor de hermano le alegraba el espíritu.

Antes de darle sobrinos, Amelia le dio a Pepe un gran cuñado: José García y Hernández. En las cartas intercambiadas con éste también pueden acopiarse múltiples cariños. En una de ellas, a raíz de la llegada de otro bebé, Martí alaba a la mayor de las hembras, Leonor (La Chata), que estaba a la cabecera de la parturienta “...porque no le cabe la bondad en el corazón”.

En magistral equilibrio de vigilancia por ella y estímulo al cuñado, Pepe le encarga a José: “Cuídame bien a Amelia, que es flor fina, y da más aroma mientras el aire es más suave. Sé con gusto que no ha podido tocarle en suerte mejor jardinero...” 

Otro lirio: María del Carmen
A este cuñado, que despidió a Mariano en su último instante en la tierra, Martí le revelaría en carta flotante, a bordo del vapor Mascotte: “Son como lirios, para mi alma, mis hermanas, que tienen las raíces donde las tiene mi vida...”, y le recomendaría a la pareja en esa misma esquela, casi a un año justo de su caída al cielo de Dos Ríos: “Apriétense cada día más en su rincón: trátense y mírense como novios, sin lo que no hay vida feliz ni matrimonio verdadero...”

Era el hombre pleno —al final de una vida corta pero alta— en que se había convertido el niño que en carta a Ana (“linda hermanita mía”) le inquiría: “Dime, hermana amada mía, ¿sería capaz Blanco de pensar y amarte así?”. 
Era el mismo autor, ya maduro, de aquella “Carta de madrugada” a sus hermanas Antonia y Amelia en la cual las llama ángeles y les pide no flaqueen ante las amenazas de los lobeznos para que, cuando luzca el cielo, tengan alas con qué volar.

Leonor, La Chata
En dedicatorias de libros y fotografías quedaron escritos, más que palabras, sentimientos martianos. Así, en un ejemplar de su Ismaelillo regalado a Leonor asentó: “A Chata, la buena madre de Ismael”, mientras que en el mismo título obsequiado a Amelia la calificaba como “...el lirio de José”.

Sus hermanas le quisieron igual. María del Carmen le escribía en un susurro de enero de 1882 que permite “leer” la carta que está detrás: “Mi siempre querido hermano: Yo no estoy enojada porque me hayas aconsejado...”. Igual veneración se respira en la que poco antes le había dirigido Rita Amelia: “...sabes que tus cartas para mí son un tesoro que guardo y cuido para no perderlo nunca. Leí el verso que nos mandaste, no olvidaré lo que con él nos quieres decir, está bonito y fácil de comprender, ya me lo sé de memoria”.

Antonia Bruna
Era esa, época de abrazos en el papel. Antonia Bruna (junto a Amelia, la otra destinataria del poema “Carta de madrugada”) le había hecho saber, en diciembre de 1881: “Creo que esta carta por ser la primera te dará a comprender que mi cariño para ti es inmenso (...) El verso está muy bien escrito y comprendo el sentido con que está hecho, y seguiré tu consejo”.

En abril de 1893 la Chata escribía, todo preocupación, a Carmen Miyares para saber de la salud de Pepe y comentarle las injustas habladurías que cubanos desagradecidos propalaban sobre él. De ese mismo puño nació la misiva enlutada que, en junio de 1895, compartía con Manuel Mercado la zozobra familiar: “...para nosotros es una pérdida irreparable, de la que no podemos conformarnos, (mi hermano tan noble, tan bueno y cariñoso y tan desgraciado, morir sin ver el fruto de su ideal realizado, y con tantos sacrificios y privaciones en su vida para un fin tan triste). ¡Esto es horrible!”

Rita Amelia, que vivió hasta los 82, fue el último bastión de aquel arcoiris  familiar. En 1943, un año antes de su muerte, todavía escribía indignada al director del periódico Diario de la Marina impugnando un artículo que injuriaba a su hermano, a su cuna y seres queridos. Amelia conservaba intactos los ojos de amar con los que en 1925 alumbró recuerdos de los pómulos y orejas de Pepe para corregir detalles de una escultura del héroe que se proyectaba.

Rita Amelia
¡Cuantos tesoros familiares se fueron con Rita Amelia el 16 de noviembre de 1944! Murió tan anciana, tan distante del último adiós de Pepe, que seguro dispondría de todo el tiempo para recordar aquella carta a la madre, en mayo de 1894, en que el querido varón premiaba en amores a sus cuatro hermanas vivas: “A mi Chata romántica, a mi Carmen digna, a mi dolorosa Amelia, a mi sagaz Antonia”.

A menos de dos meses de su caída en pelea, Pepe le encargó a Doña Leonor: “Abrace a mis hermanas y a sus compañeros”. Es el abrazo incesante, el consejo perpetuo, el cariño perenne al que todos los cubanos nos arrimamos buscando el bendito calor del hombre que supo querer a todo un pueblo porque aprendió primero el amor en su hogar.

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