Mariana Salustiana, Ana |
Más adelante, las cicatrices afloraron nuevamente en uno de sus complejos Versos Sencillos: “Si quieren, por gran favor, / Que lleve más, llevaré / La copia que hizo el pintor / De la hermana que adoré”.
Antes que Mariana Salustiana —su querida Ana—, otras dos hijas de Mariano y Leonor habían muerto cuando Pepe era apenas un adolescente. El luto entró a casa por vez primera en 1865; entonces el muchacho tenía 12 años y parecía —más serio, más mayor, más espigado y recio como era— el tallo de siete rosas.
Eso fue siempre José Martí, un cuidador de flores que vio caer tres tiernos pétalos y amó con garra y blandura a los otros cuatro, dispuesto como estaba a protegerlos, aunque para ello precisara las espinas.
María del Pilar Eduarda, Dolores Eustaquia y Mariana Salustiana fueron las tres hermanas que murieron antes que Pepe. 1900 fue un año devastador para aquella familia de preciado parentesco: cayeron, calladas, de cara al resplandor del hombre de Dos Ríos, Leonor (La Chata), María del Carmen (La Valenciana) y Antonia Bruna. Rita Amelia, la más longeva, vivió para cerrar los ojos ciegos de Doña Leonor en 1907 y seguir soñando hasta su último día de 1944 con aquel sol vestido de eclipse que la vida le regaló como hermano.
No era para menos. Pepe había sido su consejero mayor. “Toda la felicidad de la vida, Amelia, está en no confundir el ansia de amor que se siente a tus años con ese amor soberano, hondo y dominador que no florece en el alma sino después del largo examen, detenidísimo conocimiento y fiel y prolongada compañía de la criatura en quien el amor ha de ponerse”, le había escrito el hermano en 1882, en el intento de una exploración sobre su prometido que la madre le había encargado.
En cambio el celador de hermanas era también un sembrador de confianzas: “Escríbeme sin tasa y sin estudio, que yo no soy tu censor, ni tu examinador, sino tu hermano”, le rogó a la propia Amelia en una misiva, tiempo antes de que una noticia sobre ella bailara en su pecho: “... el día en que supe tus bodas, como te creí dichosa, me sentí de fiesta. Hice visitas, canté un poco, y hablé algo más de lo ordinario”. ¿Imaginan cantando a aquel hombre que por esos días, según palabras propias, se estaba volviendo silencioso? En efecto, Martí era una fiesta personal: él mismo era su pareja de baile y su coro melodioso porque el amor de hermano le alegraba el espíritu.
Antes de darle sobrinos, Amelia le dio a Pepe un gran cuñado: José García y Hernández. En las cartas intercambiadas con éste también pueden acopiarse múltiples cariños. En una de ellas, a raíz de la llegada de otro bebé, Martí alaba a la mayor de las hembras, Leonor (La Chata), que estaba a la cabecera de la parturienta “...porque no le cabe la bondad en el corazón”.
En magistral equilibrio de vigilancia por ella y estímulo al cuñado, Pepe le encarga a José: “Cuídame bien a Amelia, que es flor fina, y da más aroma mientras el aire es más suave. Sé con gusto que no ha podido tocarle en suerte mejor jardinero...”
Otro lirio: María del Carmen |
Era el hombre pleno —al final de una vida corta pero alta— en que se había convertido el niño que en carta a Ana (“linda hermanita mía”) le inquiría: “Dime, hermana amada mía, ¿sería capaz Blanco de pensar y amarte así?”.
Era el mismo autor, ya maduro, de aquella “Carta de madrugada” a sus hermanas Antonia y Amelia en la cual las llama ángeles y les pide no flaqueen ante las amenazas de los lobeznos para que, cuando luzca el cielo, tengan alas con qué volar.
Leonor, La Chata |
Sus hermanas le quisieron igual. María del Carmen le escribía en un susurro de enero de 1882 que permite “leer” la carta que está detrás: “Mi siempre querido hermano: Yo no estoy enojada porque me hayas aconsejado...”. Igual veneración se respira en la que poco antes le había dirigido Rita Amelia: “...sabes que tus cartas para mí son un tesoro que guardo y cuido para no perderlo nunca. Leí el verso que nos mandaste, no olvidaré lo que con él nos quieres decir, está bonito y fácil de comprender, ya me lo sé de memoria”.
Antonia Bruna |
En abril de 1893 la Chata escribía, todo preocupación, a Carmen Miyares para saber de la salud de Pepe y comentarle las injustas habladurías que cubanos desagradecidos propalaban sobre él. De ese mismo puño nació la misiva enlutada que, en junio de 1895, compartía con Manuel Mercado la zozobra familiar: “...para nosotros es una pérdida irreparable, de la que no podemos conformarnos, (mi hermano tan noble, tan bueno y cariñoso y tan desgraciado, morir sin ver el fruto de su ideal realizado, y con tantos sacrificios y privaciones en su vida para un fin tan triste). ¡Esto es horrible!”
Rita Amelia, que vivió hasta los 82, fue el último bastión de aquel arcoiris familiar. En 1943, un año antes de su muerte, todavía escribía indignada al director del periódico Diario de la Marina impugnando un artículo que injuriaba a su hermano, a su cuna y seres queridos. Amelia conservaba intactos los ojos de amar con los que en 1925 alumbró recuerdos de los pómulos y orejas de Pepe para corregir detalles de una escultura del héroe que se proyectaba.
Rita Amelia |
A menos de dos meses de su caída en pelea, Pepe le encargó a Doña Leonor: “Abrace a mis hermanas y a sus compañeros”. Es el abrazo incesante, el consejo perpetuo, el cariño perenne al que todos los cubanos nos arrimamos buscando el bendito calor del hombre que supo querer a todo un pueblo porque aprendió primero el amor en su hogar.
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