Vestido desnudo

Sus fotografías denotan humilde elegancia
He aquí otro enigma martiano: ¿cómo puede quien escribe con un arcoiris en la pluma proyectarse en la vida como la triste figura de negro? Sí, claro, el luto... casi todos sabemos un poco de aquel luto por su amada y difunta libertad, pero el lúgubre dolor del vestir y del decir era apenas una parte del conflicto cromático en el alma del hombre. Pepe Martí, que tanto habló de ellas, era él mismo la paleta repleta de un pintor en la que abundaba la noche aunque no escaseara la luna.

La ropa que solía llevar era oscura no sólo a los ojos; era negra al tacto, por la modestia de su precio; mestiza de origen, por la variada condición de sus donantes; guerrera curtida, por sus frecuentes cicatrices de zurcidos; y rebelde orgullosa, por su absoluta apatía hacia las modas y etiquetas. Su ropa era tan Cuba como el anillo de hierro que le liberaba el dedo.

Lo más distintivo de la indumentaria del cubano de más talla era que no le vestía para nada: verlo con ropa era verlo desnudo porque él hizo del acto cotidiano de abrigarse el modo más elocuente de “presentarse” en la humilde sociedad de los patriotas tal como vino al mundo. Y como se fue de él. 

El Torrente no llora

Peleando con la palabra no tuvo que esperar a 1895: desde muy joven fue como un Mayor General al mando de verbos artillados. Le ascendieron  en ceremonias de aplausos los humildes tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso, los patriotas de Nueva York, los emigrados cubanos de Jamaica, República Dominicana, Costa Rica, Panamá… Escucharle era otro modo de empuñar un machete y seguirle a cortar las amarras de su Isla.

El orador José Martí ganó mil batallas en la tribuna, aunque no le escasearon cicatrices. Sus discursos están hoy incompletos por varios flancos: unos cuantos se perdieron en el fragor de la arenga, y aun suponiendo que todos los que han sido conservados contuvieran cada una de sus palabras, no pueden mostrarnos el vuelo terrenal, el trueno y la nube, la sacudida y el éxtasis, el fuego sereno con que él las pronunciaba. Todo eso tenemos que hallarlo nosotros… huérfanos de su voz.

Como el pez, que mata y muere por la boca, Pepe Martí ganó con la palabra los más severos castigos y las mayores conquistas humanas; de sus discursos le nacieron enemigos férreos y amigos inclaudicables; también surgieron de ellos las anécdotas más insospechadas: ¿se imaginan que él, el muy serio José Martí, cargó a sus espaldas con dos apodos por asuntos de tribuna? 

Anillo de amantes

Ver unidas o reconciliadas a la madre y a la novia: pocas aspiraciones personales adquieren para los hombres sensibles la importancia de ésta, mucho más para aquellos que desde la infancia, tras ese idilio precoz llamado a durar hasta que la vida los dejare, sufrieron la anunciación de que sus dos más grandes amores parecieran contrapuestos.

Entre otras muchas, José Martí vivió esa zozobra. Leonor, menos por celos que por temor, veía a su rival como la relación que podía arrancarle para siempre a su Pepe en el más leve abrazo patriótico. Él, que nunca se sintió en el medio ni sometió a consulta sus sentimientos, sufrió a mares por las incomprensiones maternas, pero quizás por ello disfrutó a cielos que fuera ella misma, la crítica inconmovible de sus entregas, quien lo casara con novia tan conflictiva.

Con las manos de acariciarle, Leonor Pérez colocó en un dedo de su hijo ya casado aquel anillo de bodas raro, barato, valioso...

Mejorando Mejoranas

Aunque no hubo testigos presenciales, algunas personas apostadas en las cercanías refirieron haber escuchado voces altas que rompieron la mudez de la campiña. Sea: si dijeran que las palabras treparon las montañas azules de la Sierra y quebraron algún que otro pico, también se les creería, porque el trío reunido en la pequeña habitación de aquel ingenio concentraba las voces más poderosas de Cuba: las de Martí, Maceo y Gómez, tres hombres distintos con un rasgo común: ayer, como hoy, nadie podía acallarlos.

Allí no había un titán, sino tres; no era uno el gran pensador: sus ideas se complementaban perfectamente; tampoco mayoreaba un estratega porque cada uno deponía la propia ante la estrategia de la patria. Era, en efecto, ese tipo de discusión sólo apta para seres humanos especiales. No extraña entonces que —pese a que los protagonistas en seguida se curaron mutuamente las heridas que mutuamente se hicieron en el diálogo— en nosotros, las personas comunes, perdure ese miedo atávico al asunto.

Pero, a fin de cuentos, ¿qué pasó en La Mejorana?