Almardiente

Después de quitarle esa vida casimente suya, plenamente nuestra, le despojaron de su sortija de hierro, de su revólver y su reloj, del cinto y las polainas, de zapatos y papeles.

Y Ximénez de Sandoval, muy masón y caballero, no fue menos saqueador: raptó cual una mulata carlosenriquezca la cinta azul que Clemencia, la hija de Gómez, había enviado al amigo de su padre, al soldado de su patria.

Ximénez de Sandoval secuestró de un plumazo el cortaplumas y encañonó en casa española la escarapela que antes había animado los días gloriosos de Céspedes.

Ximénez de Sandoval subastó en hispanos afectos objetos sagrados para los cubanos: regaló el reloj de martianas horas al ministro de Guerra y dio aquel revólver, nacido para disparar por Cuba, a Martínez Campos, el Capitán General encargado nada menos que de encarcelarla.

Todavía irrita, duele todavía pensar cómo ataron a rudo caballo el cadáver más venerable, cómo lo enterraron por primera vez, en tierra, casi que desnudo, con un soldado español encima quitando la paz a su despedida, o cómo lo pusieron más tarde en rústica caja de ocho tristes pesos con tiras de lata.

Hiere verlo irse de esta tierra isleña que pintó amorosamente de su rojo interior, que es el más intenso, rodeado de enemigos  amables y no de los amigos, firmes y hasta fieros, cuyo filo intenso fue él quien levantó.

Pero nada, nada taja con hielo más frío que pensar en cómo mataron por su misma espalda, por su esquina oscura, todo aquel dinero, aquellos 500 pesos oro americano que reunió cual versos en viejos bolsillos para Cuba nueva; aquellos billetes que él jamás tocaba, aunque llamara mucho el clarín de la mesa y clamara más la casa desecha.

Cuando uno recuerda que ese dinero nadamente suyo, todamente nuestro, se usó en Remanganaguas para comprar tabaco y aguardiente ebrio con que animar a una tropa de tan triste euforia... pues uno se bebe en un vaso su propia almardiente y busca al bisoño Ángel de la Guardia y le da una orden, un simple mandato:

―¡Sígame usted, joven...!