Margaritas

Ayer me dieron un premio. Yo sabía que mis letras no eran para tanto pero, obligado por el protocolo, la cortesía y el agradecimiento, fui a recogerlo como si lo mereciera. En el parque Martí se apareció mi hijo Daniel, confundido esa mañana con cualquier espigado colega de la prensa.
 

Pasaron por el acto niños, poemas, menciones martianas, estampas de Patria, el periódico que el cubano infinito fundó “para juntar y amar”. ¡Casi nada, Martí… escribías juntar y amar así, naturalmente, cual si no estuvieras persuadido de que esa era, como es, la misión que define nuestra especie!
 

Una colega leyó un ramo de palabras sobre mí. Duele el elogio público, duele que a uno le alaben en su cara, inconsultamente, pero tuve que oír callado, sin protestar, por aquello del protocolo, la cortesía y el agradecimiento.
 

Terminó el acto y mis colegas decidieron escribir un aplauso sin punto. Lo soporté a pie firme, contando cada segundo cual si fuera un desactivador del equipo anti explosivo. Aplacé mis naturales ansias de desaparecer. Por fin regresó el silencio, bendito mutismo que secó el sudor frío que Daniel y yo sufrimos en trances semejantes.