Por allí comenzó el combate de Dos Ríos. Él llegó de madrugada, despertando almas desde el primer minuto que le dieron en la tierra, premiando con gritos el embarazo de Leonor, y con sólo nacer determinó que esa casa, más sencilla que los versos que después escribiría, sería la Casa más venerada de su Isla.
Una parte importante de Cuba se alumbraba en el cuartico: el primer hijo de la pareja, el único varón, nacía en el primer mes de 1853, en la planta más cercana al cielo de aquel hogar cuya fachada tenía una marca de extrema vecindad con los años que viviría: el número 41.
Debajo residía Juan Martín y Navarro, primo de Mariano y cuñado de Leonor. La huella en la casa de esta pareja familiar parece perderse en el tiempo a pesar de su doméstico tránsito y de que sus hijos serían compañeros de juegos de José Julián: aunque el niño vivió allí sólo tres años, su luz, esa claridad sin par que aún ilumina un largo mapa, eclipsó para siempre todos los nombres que ella cobijó.
Siete lirios
Mariana Salustiana, Ana |
Más adelante, las cicatrices afloraron nuevamente en uno de sus complejos Versos Sencillos: “Si quieren, por gran favor, / Que lleve más, llevaré / La copia que hizo el pintor / De la hermana que adoré”.
Antes que Mariana Salustiana —su querida Ana—, otras dos hijas de Mariano y Leonor habían muerto cuando Pepe era apenas un adolescente. El luto entró a casa por vez primera en 1865; entonces el muchacho tenía 12 años y parecía —más serio, más mayor, más espigado y recio como era— el tallo de siete rosas.
Eso fue siempre José Martí, un cuidador de flores que vio caer tres tiernos pétalos y amó con garra y blandura a los otros cuatro, dispuesto como estaba a protegerlos, aunque para ello precisara las espinas.
Armados con un tabaco
Martí en Tampa, junto a sus colaboradores |
A poco de aquellos aplausos, recibió una invitación desde Tampa, el nido patriótico en el que, con ojos de metrópolis, el Gobierno español veía un “nido de filibusteros”. Néstor Leonelo Carbonell le comunicaba que los emigrados en esa ciudad floridana también querían escucharle.
En seguida él acusa recibo con un telegrama pero, inconforme con su propia reacción, envía detrás una misiva contestando “…la carta de convite a este amigo que responde afirmativamente con el alma henchida de gozo”. El entusiasmo parece delatar que viejos deseos se cumplían: “Y digo que acepto jubiloso el convite de esa Tampa cubana, porque sufro del afán de ver reunidos a mis compatriotas”.
José Martí tenía razones, poderosas por cierto, para corresponder con las suyas las ansias de los tabaqueros.
(Auto)retrato de maestro
Esta vez, el amo de las palabras duda de su arsenal: “Y ¿cómo quiere que en algunas líneas diga todo lo bueno y nuevo que pudiera yo decir de aquel enamorado de la belleza, que la quería en las letras como en las cosas de la vida, y no escribió jamás sino sobre verdades de su corazón o sobre penas de la patria?”
La estampa va dirigida a Enrique Trujillo. A medida que se llena de palabras, el papel no parece papel y El Porvenir tampoco semeja un periódico neoyorkino; ese día de julio de 1891 ambos se convierten, de un plumazo hondo y conmovido, en un retrato: el de Rafael María de Mendive.
El pintor no es otro que Pepe Martí. Han pasado poco más de cuatro años y medio de la muerte de Mendive y el que se convertiría en nuestro Maestro quiso escribirnos del suyo.
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