Hay baile...

El invierno enfría la noche y el teatro Eden Musée en Nueva York está repleto. No hay butacas vacías desde que el primero de octubre de ese año de 1890 debutara allí aquel remolino hispano recibido con carruajes y atenciones de realeza. Frente a ella pareciera que los hombres olvidaran pestañear y que entre las mujeres, fueran artistas o no, le florecieran rivales.  

Un espectador, lleno de ganas de ver la presentación, está allí sin embargo por pura providencia: los empresarios a cargo de las funciones colocaban en cada velada una bandera gualda y roja, pero esa vez, por alguna razón desconocida, la arriaron, de manera que el hombre de saco y bigote negros que jamás aceptaba la cobija de aquel estandarte se animó a entrar. Así consiguió, al fin, que sus ojos taciturnos danzaran con la alegre bailarina. ¿Qué miraban sus pupilas, qué veía su alma trémula y sola?