Un regalo

Aunque algunos no se enteren, en Cuba también se acaba el año. Y una amiga me hace un regalo. Me ofrece las Obras Escogidas de Martí en tres tomos, y los tomos uno, dos y ocho de las Obras Completas que en relucientes cuadernos azules están vendiendo desde hace un tiempo las librerías cubanas.
 
Siendo honrado, tengo que ponerle un pero y pedirle un para:
 
―Es que ya tengo las ...Escogidas, pero si me las das para el niño...
 
Ella acepta. Yo diría que hasta se ve complacida de traspasarle las toneladas de ideas que lleva ese millar de páginas a Daniel, que tiene apenas 13 años. Y hasta se las dedica.
 
Yo marcho a casa, en caminata de pensamientos, alegre con mi carga. Porque no puedo todavía comprar la luenga fila de libros azules que desafían mis ansias en un anaquel, agradezco más el regalo.
 
Como sucede con ciertos libros sagrados, debía prohibirse vender a Martí, al menos en Cuba. ¿Hay crédito mejor para llevarlo bajo el brazo que sentirse martiano? La palabra de un Apóstol no cabe en una página. Muchos menos en un precio.   

Un hombre en cubierta mirando a La Habana

El Celtic, buque en que llegó a Nueva York desde Liverpool, el 14 de enero de 1875
Tal vez ningún libro lo diga en letras claras, pero puedo verle en cubierta  la angustia silente, el andar dolido, la impaciencia alerta: está en su Cuba y en su Habana, pero no baja a tocarlas. Regresa de su primer exilio hispano, va hacia México a dar y recibir sus mayores calores de familia, y la costa querida, mil veces soñada en camas prestadas de Madrid y Zaragoza ―con recuerdos por almohada―, se le torna lejana pese a tenerla allí, tan cerca de esos ojos que la escudriñan cual buzo de tierras y viajero de almas. 

El joven Martí había cumplido su deportación por ser patriota, había vencido carreras, había amado mujer y luchado por Cuba en el centro mismísimo de esa España de Mariano y Leonor que tuvo con él la relación todo entraña de legarle la sangre y pelearle la tierra. 

El vapor City of Mérida, aquel que cuatro octubres atrás había llevado a Nueva York el exilio tan digno de Ana Betancourt de Mora, surcaba en el mar los inicios del año 1875.  Pepe lo tomó en Nueva York, el 26 de enero; a bordo de él cumplió sus 22 años y yo digo ―sin libros que atestigüen esos cariños silvestres que no requieren tomos, ni folios ni decretos― que su único regalo fue esa proa afilada que le cortaba olas como se apagan las velas encendidas, una a una, en pos de acercarle a sus seres amados.

Visiones del que ya estaba

Él ya estaba allí. Plantado en su pecho de andantes raíces se enteró con los vientos de la Sierra que Emérita Segredo, la maestra, propuso a sus compañeros del Seminario Martiano de la Universidad de La Habana la idea de subirle. Eran los muchachos de Gonzalo de Quesada y Miranda, así que no cabía esperar sino respeto.

Las nubes, tan dadas a seguirle la charla, le avisaron que Jilma, la escultora cubana de Madera Valiente que ya había parido el busto de la Fragua, le daría forma y consistencia a esas ansias tan nuestras de colocar lo más grande en lo más alto.

Para ganar el concurso del texto de la tarja, Jilma misma le pediría una frase: “Escasos, como los montes, son los hombres que saben mirar desde ellos y sienten con entrañas de nación o de humanidad”, recordó el que ya estaba para que allí lo inscribieran. Era en el fondo un concurso de él contra él o de sí con sí mismo, del contendiente múltiple que se presentaba al jurado con los reales “seudónimos” de sus  seguidores. Y el hombre escaso tuvo que ganar.

El ángel de las canteras

Hay algo que no se ha dicho claramente en casi un siglo y medio: aquel niño no estuvo solo en las canteras. Con él padeció Leonor,  la de mártir corazón lleno de espinas que olvidó su temple de Doña para escribirles palabras suplicantes a los verdugos del hijo.
 
Con él trabajó Mariano, el áspero celador cuyas manos se tornaron seda mientras curaba con almohadillas cosidas por su mujer las llagas del vástago maltratado.
 
Y las hermanas... aquella nube de trenzas, de lazos y mariposas inquietas que le adornaron la vida también desfilaba en  sueños por las piedras, empujando un cuerpo que, aún a medio crecer, intercambiaba firmes tajazos con la tierra desde las cuatro y media de la mañana hasta que el sol se llevaba la luz para parar la vergüenza.
 
Lustros después, la hermosa Carmen palparía la ingle dañada de su hombre, marcado por los hierros de San Lázaro y por una muy suya propensión a andar los trillos más difíciles. Nada podía vencerle: de esa ingle estrujada sacó el príncipe más bello, y más enano, y de los grillos hizo nacer la sortija que bautizó con el nombre de su amada más amante: Cuba.
 
Esto somos los martianos: seguidores de aquel niño. No más. Nada menos. Por San Lázaro marchamos, pico al hombro, legiones de aprendices de virtud en  busca del polvoso camino de la estrella. Allá está parado, hecho luz, el adolescente que nos inspira: cada vez que él compadece al viejo Nicolás del Castillo o alivia al niño Lino Figueredo, nosotros le seguimos, pesada la cadera y enjaulados los tobillos.
 
Veámosle así, celeste y terrenal, como infidente de la Primera Brigada de Ángeles, único ángel que supo volar encadenado. A la sombra de sus alas de bisoño Mayor General uno no puede menos que sentir que se llama 113 y no puede, tampoco, refrenar unas ganas sin fondo de ayudar al muchacho a cargar sus cadenas.

El poeta en verso convertido

No pudo resistir ninguno de ellos el impulso preciso de cantarte. José Manuel Carbonell dijo de ti que viviste “...con la fe misteriosa del profeta y el aliento inmortal de los titanes”, mientras Rodríguez Embil te contó en letras su descubrimiento: “Hay algo en ti ―te reveló diciéndonos― de Cristo y Don Quijote...”

Francisco Sixto Piedra pensó que tú eras Cuba misma batallando y Byrne, aquel poeta que te llamó “Lírico domador de corazones”; Byrne, aquel que rimaba tejiendo franjas de Bandera, te imaginó dormir y contó el sueño: “Soñaba con las palmeras, con las palmeras soñaba; y al verlas, imaginaba que eran novias hechiceras”.

Muchos hablaron de tu increída muerte. Miguel Coyula supo entender que ni con ella “...se eclipsó la Estrella Solitaria, sino que fue mayor su centelleo...” de modo que no asombra la forma en que te nombra Raúl Gómez García, quien ante tu tumba útil vio a todos los cubanos postrados de rodillas.

No fueron pocos los que describieron tu amargura patriótica, indómita amargura: fuiste, para nuestra Zambrana, “El genio errante, pálido y sin calma, que sintió en las tinieblas de su alma estremecerse el sol”. No le tembló la pluma a Hilarión Cabrisas para dejar en verso este retrato muy tuyo y muy huérfano de risas: “Tú también fuiste triste, Martí. Tú también fuiste inmensamente triste...” te susurró a nuestro oído mientras buscaba: “¿Qué abismo más abismo que tu alma...”


Envidia cubana del amor de Mercado

En la estación de Buenavista se inició un largo itinerario de abrazos
No me oculto entre letras; hoy quiero proclamar mi pública envidia. Le envidio esa coincidencia que lo llevó a nacer otro 28 de enero, el de 1838, aunque en cuna mexicana. Le envidio, entonces, los cumpleaños al unísono, pese a que  siempre faltara al dúo un dónde qué cuándo con qué celebrar. Le envidio esa cercanía que comenzó a cosecharse nada menos que por la áspera orilla de Don Mariano. Le envidio su hombro de socorrer, que encontró tumba a la hermana muerta del amigo aún desconocido.

Le envidio la espera animada, junto al valenciano,  del tren de Veracruz, el 10 de febrero de 1875, que trajo a aquel jovencito tan lleno de patria que no parecía tener 15 años menos. Le envidio ese abrazo, primero sin último, cuando Mariano diría: “Pepe, este es Manuel Mercado”, y pronunciaría un buen viceversa.

Le envidio los empleos conseguidos al cubano irrepetible y las recomendaciones que, a la corta, terminaban recomendando al recomendador. Le envidio a morirme que fuera él quien, a la vista de Carmen, le respondiera a José Julián la pregunta que abrió muy dulces tormentos: “¿Quién es esa joven...?”. Y, por supuesto, le envidio que el 20 de diciembre de 1887 fuera testigo de aquella boda cubana que justo en su hogar celebró su civil ceremonia.   

Por envidioso, hasta envidio los largos años de separación de los dos hombres que produjeron cartas como las que no he recibido y no alcanzo a escribir. Las 141 esquelas de Pepe a Manuel abrieron al mundo un mapa del alma compleja y completa de José Martí y pintaron con tintes irrepetidos el rostro escondido del gran mexicano.

“Mi hermano muy querido, el más querido...” le escribió un día de abril de 1885 el cubano despertándome, un siglo después, envidias insomnes.
Martí le quería con ternura y agradecimiento, con respeto, que son las únicas maneras en que se debe querer. Todo eso tuvo este mexicano modesto, que no cejó en su sencillez aun cuando ocupara importantes cargos de gobierno. 

“Usted, a la escondida, salva honras, ampara caídos...”, le susurró el cubano en unas letras a las que no renuncio.  Es pura envidia, si la hubiere, nada más. Definitivamente, en días en que releo una carta inconclusa que quiero para mí, yo sueño simplemente con cambiar el nombre del destinatario.

El astro y la mirada

En julio del año '96 el General en Jefe pasó por allí y no precisó ordenar nada. Sus oficiales y soldados le copiaron el gesto: más mudo que lo habitual, El Viejo bajó de la cabalgadura y recogió unas cuantas piedras del río Contramaestre que colocó en torno a la cruz que marcaba el lugar. Le acompañaban Calixto García y Fermín Valdés Domínguez.

Un mes después, Gómez y Calixto repitieron la visita. La ofrenda de los mambises creció hasta formar un túmulo cuyas piedras se convirtieron en los más firmes centinelas del lugar: cuando en 1913 se inauguró el obelisco, ellas quedaron fundidas en su base, en un soleado punto de Dos Ríos que es también parte de la base misma de la nación.

Llena de hechos y supuestos, de amores y rumores, de voces y silencios, la Historia supera cualquier película. La marca que permitió a Gómez rendir su tributo era una cruz de caguairán que Enrique Loynaz del Castillo ?comisionado por Salvador Cisneros Betancourt en octubre de 1895 para ubicar el sitio exacto de la caída de Martí? había enterrado a partir de las revelaciones del patriota José Rosalío Pacheco, cuya esposa Emilia Sánchez habría recogido del campo de batalla, aún fresca, sangre del Delegado que depositó en una botella y enterró. Loynaz del Castillo sacaría esa botella y enterraría otra con un acta que hacía constar el cumplimiento de su misión.

La cruz, hecha con el palo más duro de Cuba, según se entendía desde entonces, se erigió en seguida en especie de kilómetro cero para los homenajes en la Isla, fueran sus inspiradores anteriores o posteriores al mayo fatídico del año '95.

Un Rosario de peñas

A la vista de su foto me quedo esperando más. No veo en esta Rosario los encantos que rindieron a Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto, Ignacio Altamirano, Juan de Dios Peza, Agustín Cuenca y Vicente Riva, entre otros ilustres de pecho vulnerable. No encuentro en ella al manantial del idilio, a la senda del martirio, a la causa del morir.

Pero entiendo que tendría que mirarla con ojos decimonónicos. Con las pupilas sedientas del Martí que al llegar a México en 1875 tropezó con aquella escultura fina y hormonal. Habría de mirarla con el iris languideciente de Manuel Acuña, que poco antes de irse voluntariamente de este mundo le escribió con la misma mano de  suicidarse: “comprendo que en tus ojos no me he de ver jamás”.

Desde entonces fue “Rosario la de Acuña”, así que al menos en la muerte el amante frustrado pudo hacerla suya. Tan intocadamente suya como de una legión entera de románticos aztecas. Tan ajenamente suya como del joven cubano que descubrió a tiempo que “... ni la enamoro yo para esta vida...”

Así era ella, de ella misma. No tuvo mejor dueño Rosario de la Peña. Ni siquiera el otro Manuel (María Flores), que aparentemente pudo conquistarla, la tuvo mucho tiempo. El bardo se atrevió a escribir que “... quisiera morir, ¡pero en tus brazos...” y el halo fatal de la musa le tomó la palabra al pie de la estrofa.

No nos engañemos con el rostro silente de la imagen. Esta fue la mujer a la que Martí rogó: “Esfuércese Ud. ―excédase Ud., vénzame Ud. ― Yo necesito encontrar ante mi alma una explicación, un deseo, un motivo justo, una disculpa noble de mi vida. De cuantas vi, nadie más que usted podría.” Pero ella resistió con medieval postura los asedios.

No queremos creerlo pero es cierto: aquel verbo inflamado no pudo derrumbarla. Por eso el hombre, desnudo de su pluma, le confiesa un frío que aún perdura. Por eso sigue enamorándola en esta vida de ellos que no alcanzan mis ojos.

Ojos

Paulina Rodríguez nunca pudo olvidarse de sus ojos. Lo conoció por esas lomas de Guantánamo que han mirado subir y bajar tantos secretos y han visto a muchas anécdotas despeñarse en el más hondo farallón de la memoria. “Ellos trajeron la patria en bote”, comentó la mujer mucho tiempo después, cuando las historias que había vivido como un cuento infantil se habían convertido en la más alta Historia de un país.

La niña se dio cuenta en seguida de que todo el mundo hablaba de sus ojos. Y todo el mundo lo miraba, de manera que se armó allá arriba una silenciosa guerra de ojos. Él llevaba las de perder, porque si bien era un rotundo mirador de cosas, eran muchas más las pupilas que tenía que cargar en sus espaldas. Nunca se habían cruzado tantos ojos por aquellos parajes baracoenses que ni el mismísimo Dios se había atrevido a mirar de frente o a pisar de veras.

Entonces Paulina vio que le veían: al hombre fino comiendo cucurucho de coco, gozando el azúcar de la miel, soplando en un plato rústico un humeante chopo de malanga que él mismo había ayudado a pelar, talando los árboles con el hacha incansable de sus preguntas.

Otros vieron más. Con la proa de los ojos le observaron el intento de machacar un poco de café, aunque no era bueno en eso: el gran entendedor no se entendía con aquel recio pilón.  

Los más audaces, los más mirones, le vieron escaparse con el niño Francisco rumbo a la poza del río Jojó, donde se bañó en cueros bajo un cielo que nunca lució tan limpio como lo estaba desde la mira de ese cubano que custodiaba el futuro con la punzante espada de sus ojos.

La otra Virgen

Esa tarde aprovechó el impulso del caballo Baconao y subió a galope los trece cielos mayas con la idea de hallarla. Pese a que el nombre sugiriera lo contrario, dejó plantado abajo nada menos que a un Ángel de la Guard(i)a que ya no le serviría, porque se aprestaba a un combate demasiado personal.
 
Cuentan que sin sacudirse el polvo de Dios Ríos preguntó cómo se llegaba hasta ella y, tras no pocas confusiones, algún alma dadivosa le indicó el sendero entre nubes hasta aquella imagen digna de estatuas.
 
―Yo busco a María -susurraba discreto, casi disculpándose.
 
―¡Claro, la Virgen...! -decían en seguida y él, con modestia soberbia, respondía que sí pero no, no era esa la suya...
 
―Mi María es tan bella, y tan santa, como aquella, mas es otra -arengaba a la sombra de un ala el poeta enamorado, subido en una nube que servía de improvisada tribuna a la que ya le llovían los aplausos.
 
En la tierra retumbaba todavía un babélico diálogo de metales pero él no lo escuchaba. A esa hora, el Apóstol caído tenía la misión de impedir que ella se le escapara, viva de amor, de la muerte. El maestro de ternuras se centraba en vivir en el Cielo su oportunidad imposible con la Niña de Guatemala.    

Una pregunta

Ya sé las historias, ya las sé... que fue un niño callado y un hombre taciturno, que su padre le regañaba y su madre no le comprendía, que las hermanas vivieron siempre condenadas a la ausencia crecida del único varón.

Sé que el suyo fue amor extraño, que se le parecía: mientras más amaba más se ausentaba físicamente. Entonces, por mucho que voló, jamás pudo ser un hombre ave: no daba calor al hogar; ni hogar tenía siquiera. Su calor fue a dar a otro sitio; a ese horno especial que demandaba tanto fuego que quemó su cuerpo como el tronco más valioso. Todavía arde.

Ya sé que no vio crecer a su hijo, que su hijo no pudo verlo encanecer ni cerrarle los párpados a un muerto sedentario. Su hijo vivió huérfano de padre, y huérfano, tanto como nosotros, de presenciar esa misteriosa historia de cómo el hombre se empinó hasta el cielo montado en un brioso pegaso que no tenía alas.

Sé que, cercana su marcha, desobedeció al mismísimo General en Jefe y se acompañó de un imberbe Ángel de la Guard(i)a vestido de mambí que lo llevó hasta el cielo por un atajo nuevo, entre un dagame y un fustete, a unas escasas leguas del sol.

Ya sé que no fue solo aquella carta; dejó inconclusa unas cuantas vidas: la suya y las nuestras. Aún esperamos nos dé las respuestas y, si puede, las preguntas para resolver el difícil cuestionario de estos días.

Sé, está claro que lo sé, que este hombre grande  i/rresponsable murió de causa natural: tres certeros reproches vestidos de balas se incrustaron en su cuerpo. Es cierto, dejó miles de deberes familiares incumplidos, pero en dos palabras tiene su atenuante: ¿Por qué?