Pese a que el venezolano era 35 años mayor que el
joven habanero y a que este último vivió apenas seis meses en Caracas en el
agitado 1881, la cercanía entre las sensibilidades de ambos hombres es
evidente: se dice periodista, jurista, educador, pensador, patriota… y se
piensa al mismo tiempo el nombre de los dos. De modo que conocer a uno de los
más fieles seguidores de Bolívar y verlo marcharse pronto fue un duro golpe
para el nuestro.
Como el Martí de Yugo y estrella, Cecilio Acosta era
un amoroso rebelde y prefirió pagar el precio del honor que sumarse a la
llamada «adoración perpetua» impuesta en la Venezuela de entonces por el
dictador Antonio Guzmán Blanco, el «Ilustre Americano» que llegó a bautizar
calles con su nombre y a emplazar estatuas suyas que serían derribadas por
jóvenes universitarios —entre los cuales muchos admiraban a Acosta— luego de
que el sarcasmo popular las bautizara como El Saludante y El Manganzón.
Integrante distinguido de la generación intelectual
de la Independencia y la República, Acosta publicó en artículos de los
periódicos La Época, El Liberal, El Centinela de la Patria y la Tribuna Liberal
su idea de que el real objeto de la educación debe ser formar, más que personas
sabias, personas útiles.
El venezolano sabía, como Martí, que la prensa no es
mero compendio de títulos sino primigenia aliada de la educación: «La escuela y
el periódico se dan la mano como dos amigos, y andan siempre tan juntos y son
tan importantes en su influencia común, que parecen dos peregrinos de la
civilización, o dos nubes que cuando se acercan es para dar la chispa
fecundante del progreso», afirmaba.