Cecilio Acosta no ha muerto

Mojando la pluma en lágrimas, José Martí nos recluta al duelo: «Ha muerto un justo: Cecilio Acosta ha muerto. Llorarlo fuera poco», escribe el Maestro en aquella crónica de su también moribunda Revista Venezolana y, a poco más de 137 años, uno tiene que creer en la virtud del que se fue a la tumba con los laureles de palabras semejantes. A seguidas, el cubano infinito dedica todo el texto a convencernos, como lo hizo, de que Cecilio Acosta no moriría jamás.

Pese a que el venezolano era 35 años mayor que el joven habanero y a que este último vivió apenas seis meses en Caracas en el agitado 1881, la cercanía entre las sensibilidades de ambos hombres es evidente: se dice periodista, jurista, educador, pensador, patriota… y se piensa al mismo tiempo el nombre de los dos. De modo que conocer a uno de los más fieles seguidores de Bolívar y verlo marcharse pronto fue un duro golpe para el nuestro.

Como el Martí de Yugo y estrella, Cecilio Acosta era un amoroso rebelde y prefirió pagar el precio del honor que sumarse a la llamada «adoración perpetua» impuesta en la Venezuela de entonces por el dictador Antonio Guzmán Blanco, el «Ilustre Americano» que llegó a bautizar calles con su nombre y a emplazar estatuas suyas que serían derribadas por jóvenes universitarios —entre los cuales muchos admiraban a Acosta— luego de que el sarcasmo popular las bautizara como El Saludante y El Manganzón.

Integrante distinguido de la generación intelectual de la Independencia y la República, Acosta publicó en artículos de los periódicos La Época, El Liberal, El Centinela de la Patria y la Tribuna Liberal su idea de que el real objeto de la educación debe ser formar, más que personas sabias,  personas útiles.

El venezolano sabía, como Martí, que la prensa no es mero compendio de títulos sino primigenia aliada de la educación: «La escuela y el periódico se dan la mano como dos amigos, y andan siempre tan juntos y son tan importantes en su influencia común, que parecen dos peregrinos de la civilización, o dos nubes que cuando se acercan es para dar la chispa fecundante del progreso», afirmaba.

Luego de llegar al puerto de La Guaira el 20 de enero de 1881, tras cercanas escalas en Curazao y en puerto Cabello procedente de Nueva York, Martí rindió el conocido homenaje a Bolívar y —recomendaciones de los venezolanos Carmen Miyares de Mantilla y Nicanor Bolet Peraza mediante— inició contactos con una sociedad que le reciprocó sus afectos.

Cecilio Acosta fue una página encumbrada de ese abrazo, pero reconocerlo requería honestidad y arrojo porque aquel patriota, humilde y ya inválido, era un acreditado adversario de Guzmán Blanco. En la semblanza, Martí lo recogería: «Negó muchas veces su defensa a los poderosos; no a los tristes». Y en otro párrafo, el cubano comentaría que el ilustre caído «Quería hacer la América próspera y no enteca; dueña de sus destinos, y no atada, como reo antiguo, a la cola de los caballos europeos». Ni el autor de ese desafío ni el extranjero que lo glorificó podían agradar a un presidente que, (in)justamente, se empeñaba en cambiar el rostro de Caracas para darle, en imagen y en espíritu, una apariencia europea.

En muy poco tiempo, el cubano se erigió en otro paradigma para la juventud de avanzada que reconocía a Acosta y que aplaudió con ardor el discurso que Martí pronunció en el Club de Comercio de Caracas, el 21 de marzo de 1881.

Se dice que Martí visitó varias veces el humilde hogar de Acosta, donde, pese al estado del anfitrión, ambos encabezaron deliciosas tertulias. Lisandro Alvarado, entonces muy joven y luego un gran hombre de ciencias y letras venezolano, relató una de esas veladas: « Lo que era posible para mí era callar delante de aquellos hombres, callar. ¡Cuán interesante me fue la personalidad de aquel hijo de Cuba! Sus modales, cortesanos y distinguidos; su conversación, viva y afable, su imaginación, presta e inquieta. Mantenía una sonrisa benévola, un aire de ingenuidad que servía para disimular su vasta erudición… Y en Acosta el mismo engaño, avivado más y más con el modestísimo aspecto del aposento donde aquél recibía de ordinario a sus amigos».

Pero Cecilio Acosta se apagaba. El propio Alvarado narró la noche fatal del 8 de julio: «En el pequeño corredor había apenas algunos viejos amigos y unos cuantos jóvenes. A poco empezó a llover y casi todos se retiraron. En la pieza en la que él ordinariamente estudiaba y escribía, allí conversaban en voz baja algunas personas. En la antesala, casi en el mismo sitio en que dormía, estaba también el lecho de muerte; le vi en ese momento. Tendido frente a la ventanilla de la pieza, envolvíale ya el sudario».

Fue enterrado al día siguiente, a cuenta de la caridad pública, en el Cementerio General del Sur. Solo mucho tiempo después, el 5 de julio de 1937, sus restos pasaron al Panteón Nacional.

Una semana exacta antes de la muerte de Acosta, Martí había dado a la luz el primer número de la Revista Venezolana. El segundo, que salió el 15 de julio, cometió, a los efectos del poder, dos «pecados capitales»: elogiar al patriota caído e ignorar, ¡en sus 32 páginas!, al dictador.

Aquel chispazo fue parte de la tormenta personal entre el tirano adicto a la lisonja y el cubano negado a darla. Todavía se habla de una tumultuosa entrevista que no parece haberse documentado. Ni falta que hace, porque Guzmán Blanco tenía en frente al joven que pocos años después, en contexto muy diferente, le aclararía a alguien que sus vergüenzas rebasaban sus calzones.

Se iba el cubano que había enamorado Caracas. Vísperas de su partida, en carta al director del diario La Opinión Nacional, Martí revela intacta su grandeza tras el incidente: «…ni el áspid muerde en pechos varoniles; ni de su cuna reniegan hijos fieles. Deme Venezuela en qué servirla: ella tiene en mí un hijo». No cobra siquiera la revista publicada: «Como que aflige cobrar por lo que se piensa; y más si, cuando se piensa, se ama», explica.

El 28 de julio, veinte días después de la muerte de Cecilio Acosta, un viajero dejó Caracas por el viejo sendero de los españoles. Cuentan que retornó al polvo del camino sin sacudirse el sueño de la estatua de Bolívar.

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